Un último poema

¡Es cosa tan pequeña nuestro llanto! ¡Son tan poca cosa los suspiros! Sin embargo, por cosas tan pequeñas, vosotros y nosotras nos morimos.

Emily Dickinson

raven

Morir es un verbo, pero es un verbo raro. Como llover.  Raro en un sentido: podemos ejecutarlo solo una vez en la vida. ‘En la vida’, paradójicamente.   Qué triquiñuela.

Yo soy muy raro, también. Lo sé. Tengo un genio del demonio, y unas convicciones, a ojos de muchos, ya rancias, envejecidas, pasadas, envenenadas.  Y las defiendo con el escudo de mis argumentos, blandiendo la espada de mi elocuencia.  Dentro de esas rarezas tengo mi propia convicción sobre la muerte, que muy seguramente construí tomando elementos de aquí y de allá; de la tradición judeo cristiana, a la que pertenezco; de lo evidenciado en mi familia, de lo leído en los poetas, de lo visto en los pocos velorios a los que asisto.

Mucho se ha especulado sobre la muerte, se la ha llamado de mil modos en la historia. Pero los pensamientos que me han ocupado con respecto a ella no buscaron nunca conceptualizarla, dibujarla, o darle alguna forma humanoide o animalesca.  Lo que yo pienso de la muerte, y lo pienso cada día, lo hago desde un balcón que es mucho más confuso, y es la eternidad. Para mí el alma sí es inmortal, sí hay alma, y sí hay juicio, infierno, cielo, y purgatorio. Lo que no hay es limbo.   Y sé que como realidades eternas, simplemente están, así las llegara a negar. Y me dan esperanza, y me gusta considerarlas. Creo que sería muy injusto que todo acabara con el apagarse los ojos, con la cesación en funciones de un cuerpo.  El hombre es mucho más que el estuche en el que anda, que la carne que le sirve de motor, que el esqueleto que le sirve de sostén. El hombre es ser, esencia, en sí mismo, esa eternidad. A todo eso, llamo alma.

Teniendo claro eso, pienso en el paso, en el puente, en la puerta de acceso a esas realidades de las que muchos se burlan socarronamente, como otros se han burlado en otros siglos, y ya no están entre nosotros. ¿Dónde están? ¿En la nada? ¿Yacen en el no-ser? ¿Si es posible que haya un no-ser?  Para mí no, el solo uso del lenguaje ya es un indicio de que no.  No se podría ni nombrar lo que no existe, ¿si ven?.  Y la muerte para mí es bonita, y no le tengo miedo.  Francamente no comprendo cómo todavía nos asusta tanto, tanto, un suceso tan natural, el más natural de todos.   Lo veo desde esta perspectiva:  Cuando un niño nace, nadie sabe si va a ser pobre o rico. Si será exitoso, o un muérgano. Si será bueno, un santo, o un asesino en serie, un asesino.  No sabemos si será homosexual o heterosexual, de qué color tendrá definitivamente el cabello, y qué timbre de voz le acompañará. No sabemos si va a vivir aquí o allá, si se casará o no entrará en el matrimonio… nada de eso sabemos.  Pero sí sabemos una cosa, la única que sabemos sobre una criatura que vea la luz, es verdad absoluta (acéptenme aquí que esta sí lo es) y orden metafísica, universal perentoria: Morirá.  Esa es la única certeza que se tiene sobre un hombre, ninguna otra, y eso, para mí, hace bella a la muerte.

Que despreciemos algunas de las formas de morir es respetable. Es cultural. Obedece a la sensibilidad y al campo de los sentimientos.  Aunque para mí toda muerte es bella, en  cuanto que es el escenario -del color que venga- de nuestro cambio de piel, de un cambio de plano en la existencia. ¿No es ese suficiente motivo para verla hermosa?

Yo pido mi muerte. Espero mi muerte. También espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro, sí, pero para eso primero la muerte.  Como humano romanticón y occidental, evidentemente no quisiera una muerte lenta, dolorosa, y dilatada.  No quisiera que mis circundantes asistieran durante semanas o meses al dramático espectáculo de un cuerpo que se apaga, de una carne que se reduce, de unos ojos que se hunden, porque se pierden.  Son particularmente hermosas las muertes súbitas, porque son  celestinas:  aceleran el dulce Encuentro.  Son bonitas las muertes tranquilas, porque se parece a entrar en el letargo necesario que sigue al cansancio de la vida.  Pero toda muerte es bonita, y no me asusta, ni me impresiona, ni me genera el más mínimo asomo de una lágrima. Sumamente bella una muerte luminosa, como un rayo, fuerte, como un árbol, transparente como un río, noble como la profundidad de un bosque.  Una muerte de la que se hable, porque impresiona; que se recuerde, porque fue extraña; que enseñe, porque haya sido el broche de una buena vida.

Instintivamente, sin pensarlo mucho, agregué la imagen del cuervo evocando al gran Allan Poe:

Y el Cuervo nunca emprendió el vuelo.
Aún sigue posado, aún sigue posado
en el pálido busto de Palas.
en el dintel de la puerta de mi cuarto.
Y sus ojos tienen la apariencia
de los de un demonio que está soñando.
Y la luz de la lámpara que sobre él se derrama
tiende en el suelo su sombra. Y mi alma,
del fondo de esa sombra que flota sobre el suelo,
no podrá liberarse. ¡Nunca más!

Me imagino, me figuro, que morir debe ser lo más parecido a querer cambiar de asiento en un tren a toda velocidad que arde en llamas.

La muerte es la oportunidad de convertir esta carne en un último poema.