Por qué se equivocan los antitaurinos

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La cuestión taurina ha saltado a las páginas de actualidad de Colombia a raíz de la reapertura de la Plaza de Toros de Bogotá. Hace ahora un lustro, el entonces alcalde de la capital, Gustavo Petro, decretó la prohibición de los festejos taurinos y condenó a los aficionados a los toros a “exiliarse” a Manizales, Cali o Medellín para disfrutar de su pasión. El parón taurino se rompió a raíz de una decisión de la Corte Constitucional, que declaró ilegal la prohibición y ordenó la reapertura del coso conocido como La Santamaría.

El pasado 22 de enero, más de 10.000 personas llenaron los tendidos de la Plaza entre gritos de “Libertad”. Antes de llegar al recinto, sufrieron el acoso violento de cientos de activistas antitaurinos que, lejos de expresar su disconformidad de manera pacífica y educada, no dudaron en insultar y agredir a los asistentes al festejo. El triste espectáculo que se vivió en las calles de Bogotá contrasta con el civismo, la educación y la alegría con la que transcurrió la corrida de la reapertura, en la que se anunciaron El Juli, Luis Bolívar y Andrés Roca Rey con toros de Ernesto Gutiérrez.

Las primeras expresiones de la cultura taurina datan del año 23.000 antes de Cristo. Las pinturas rupestres de las cuevas de Villars ya nos muestran a un hombre enfrentándose a un toro bravo. Aquella primera lucha fue solo el comienzo y, durante siglos, las distintas culturas del Mediterráneo comparten esa fascinación por la caza del toro, convertido en un animal mitológico. Con el paso del tiempo, esos ritos ancestrales van evolucionando y dan pie a la corrida de toros moderna, hija de la Ilustración.

En la corrida de toros moderna se funde la épica con la estética. El torero, héroe del espectáculo, debe lidiar al toro con ayuda de un capote o una muleta. Estas telas tienen que ser suficientes para reducir la velocidad de las embestidas y canalizarlas según mandan los cánones artísticos. Se trata de bailar con la muerte, de exhibir elegancia y naturalidad ante un toro bravo de 500 kilos. En todo momento, la corrida se mueve entre el arte y la tragedia. La certidumbre del peligro y la belleza del toreo hacen de éste un espectáculo único. Para muestra, estos dos vídeos de José María Manzanares, uno de los toreros más reconocidos del momento.

La cultura taurina sigue viva en España, Portugal, Francia, México, Colombia, Venezuela, Ecuador y Perú, pero las intentonas prohibicionistas siguen amenazando su continuidad. Aunque los enemigos de la Fiesta Brava creen que actúan en nombre de la modernidad, lo cierto es que las corridas siempre han luchado contracorriente. En Europa, las primeras medidas contra las corridas de toros datan del siglo XIII. En México y Perú, ya en el siglo XVI se decretaron restricciones. Por tanto, no hay nada nuevo bajo el sol. Las corridas de toros siempre han generado polémica y el toreo siempre ha sido un arte transgresor que no todo el mundo comprende.

Si la cultura taurina sigue en pie es porque tantas y tantas pretensiones de acabar con los toros se han topado siempre con el grito de libertad de millones de personas que acuden voluntariamente a las plazas de toros. También ha resultado valioso el respaldo de cientos de intelectuales y artistas. Sin ir más lejos, los tres últimos Premios Nobel de Literatura concedidos a autores de habla hispana fueron a parar a manos de tres buenos aficionados a los toros: el español Camilo José Cela, el colombiano Gabriel García Márquez y el peruano Mario Vargas Llosa.

Los falaces argumentos de los enemigos de las corridas

Los enemigos del toreo suelen cargar contra la Fiesta Brava presentando imágenes descontextualizadas, pero la foto de un toro muerto no resume ni capta la esencia de una corrida, como tampoco la imagen de una res en un matadero puede servir como reflejo de la gastronomía. La mejor forma de desmontar esta propaganda es acudir a las plazas y comprobar en primera persona por qué tantas personas son aficionadas a los toros.

También afirman los prohibicionistas que las corridas deben acabar para proteger al toro, pero los censos ganaderos muestran que un menor número de festejos taurinos conduce hacia la desaparición del toro bravo, un animal único que constituye una joya del patrimonio genético europeo y americano.

También hay quienes pretenden acabar con las corridas apelando al “bienestar animal”. Para desmontar este argumento, basta con acercarse a cualquier ganadería de reses bravas y comprobar la privilegiada vida de estos animales criados en grandes fincas. Nada que ver, por cierto, con las granjas de explotación intensiva de las que provienen los alimentos que compramos en los supermercados…

Por otro lado, es importante señalar que, por cada seis animales criados en la dehesa, solamente uno termina siendo lidiado en la plaza. Esto es así porque la clave del espectáculo taurino radica en la bravura de los animales que salen al ruedo y, por tanto, no todas las reses son aptas. ¿Cómo se hace esa selección? La primera criba la establece la propia genética de la especie. El toro bravo está fisiológicamente adaptado a la lidia y, por tanto, se crece ante el castigo de la misma forma en que un deportista de élite muestra un umbral de resistencia mucho más elevado que el de cualquier otra persona.

Pero la selección no acaba aquí. Luego llegan las cribas de los ganaderos (vía selección y tentadero), los exámenes veterinarios, la evaluación del trapío… que terminan resultando en la aprobación o descarte del toro. Ya en la corrida, se dan dos pruebas más ante los ojos de todos los espectadores: el puyazo o suerte de varas, con el que el picador prueba la bravura del toro, y el tercio de banderillas, que amplía nuestra capacidad de juicio sobre las capacidades de cada animal. Si el animal huye o no presenta pelea, será devuelto a los corrales y no será lidiado, ya que la corrida es solo para toros bravos. Pero claro, nada de esto interesa a los enemigos de las corridas, que prefieren hablar del toro bravo como si se tratase de un animal indefenso e inválido… Nada más lejos de la realidad.

Por último, no olvidemos que el pensamiento en el que se inspira buena parte del movimiento antitaurino es de corte radical. No me refiero a las escenas de violencia que se vivieron en Bogotá, ya comentadas en el segundo párrafo, sino a las teorías de “liberación animal” en que se inspiran muchos de estos colectivos. Según las mismas, el ser humano esté al mismo nivel jurídico que los animales. De imponerse esta visión, veríamos como primero se prohibirán las corridas de toros, después la caza y la pesca… pero más tarde también llegaríamos a la alimentación vegana por decreto o al freno del progreso sanitario que supondría el fin de la experimentación con animales.

La ética de la libertad

La intolerancia del movimiento prohibicionista debe combatirse con una ética de la libertad basada en el respeto a los demás. En su próximo pronunciamiento, la Corte Constitucional de Colombia debe respetar su propia jurisprudencia y así garantizar el acceso a la cultura taurina, sin privilegios pero también sin discriminaciones. Los enemigos de las corridas de toros son libres de expresar su rechazo, pero no de imponer su visión al resto de la sociedad y tampoco de llegar a la violencia para defender su postura.

Por: Diego Sánchez de la Cruz 

Publicado originalmente en https://es.panampost.com/diego-sanchez/2017/01/31/los-toros-a-debate-en-colombia/

Beethoven, la novena sinfonía y el sentido de la vida.

existencialismoTodos los que estamos aquí sabemos que estamos vivos porque es obvio. Si usted está leyendo esto, aunque no lo haga consciente cada tanto tiempo, se deduce por la simple observación y la lógica común, que está vivo; es decir, tiene una existencia en el tiempo y en el espacio. Pensar un poco en ello,  nos hace concluir necesariamente que hemos venido de algún lado.  ¿De dónde venimos? ¿Para qué estamos aquí? ¿Qué vendrá luego?  Son, a mi juicio, estados profundos del alma, de la esencia de nuestra naturaleza humana, más que simples preguntas que podamos hacernos de un modo superficial e iniciático en un incipiente cursito de Filosofía del colegio, o más seriamente en un momento de auto confrontación severa.

Técnicamente hablando venimos a la vida como fruto de la unión sexual de un hombre y una mujer: lo que allí sucede es un proceso del que bien nos da cuenta la ciencia.  Ver el fondo de ello corresponde a ojos sobrenaturales: si lo que ocurre es un milagro, el milagro de la vida, lo que allí ocurre no es obra del hombre y la mujer, que sí son actores claves en la ejecución del milagro; el artificio tiene que ser de otra índole, y por ende su naturaleza esencial más íntima no es del orden de lo humano: un milagro no es de los hombres, un milagro se de Dios. O como queramos llamar a ese Otro que nos abarca, nos envuelve, nos supera. 

Con el crecimiento corporal, también se nos abren los sentidos gradualmente, gracias a lo cual podemos ir conociendo el mundo que nos rodea, y con la ayuda de la familia y la escuela, aprendemos a buscar el sentido de las cosas, a preguntarnos por todo, a buscar razones y motivos de todo lo que vemos. En algún momento más adelante, enfrentamos una pregunta todavía más compleja: Esta vida, la vida, ¿Tiene sentido?

Esta pregunta formulada así no más,  no admite una respuesta convincente. Necesita de nuestra creatividad, lleva tiempo responderla y los seres humanos sólo somos creativos en cada situación concreta. Alguien sufre un accidente, y la actitud generalizada más aceptada o normal es rebelarse, cuestionar y lanzar improperios al ver que quedó mal, o con secuelas. Ciertas situaciones de desgracia humana como la enfermedad, la pobreza, la mala racha, nos llevan a pensar entonces que la vida carece de sentido.  Siendo así las cosas, realmente no tiene objeto perder el tiempo haciendo consideraciones generales sobre la vida. Más bien, procurar de algún modo ayudar al que se vio en dificultad, o si se es el protagonista del problema buscar los modos de seguir avanzando, nos hará ver cómo las vidas concretas se van llenando de sentido. En el encuentro, en las acciones concretas por ayudar a otro o por progresar uno mismo, el sentido que tiene la vida se hace evidente, pero hay que encontrarlo.

Para captar el sentido, hay que ampliar el horizonte, es decir, la forma como  interpretamos la vida misma, las pautas de conducta que nos dieron en la casa, las perspectivas desde las que podemos contemplar nuestra existencia y los planes que tenemos a futuro. Un torero se quedó paralítico por un accidente, y, al verse incapaz de ejercer su carrera, se quitó la vida. No supo el infortunado ver su vida futura desde una perspectiva distinta a la que había planeado anteriormente. No fue capaz de ampliar su horizonte de creatividad, que no se limitaba al ejercicio del arte del toreo, sino que pudo haber adoptado otras formas no menos dignas y fértiles. De haberlo hecho, su vida no le hubiera parecido absurda, indigna de ser vivida, sino desbordante de posibilidades de adquirir sentido. Con un poco de imaginación creadora podía haber esbozado otras líneas de acción, sobre la base de sus capacidades actuales, y dar lugar a multitud de encuentros de diverso orden.

Beethoven2Uno lee la historia de un grande de la música como Beethoven, y se da cuenta de que cuando se sintió abatido hasta la muerte por el drama de su sordera, Beethoven recomendó a su hermano Carlos que no dejase de practicar la virtud, pues gracias a ella -y al amor a su arte musical- había superado la tentación de recurrir al suicidio.  Por virtud entendía Beethoven la defensa de la libertad de los demás, la entrega al servicio del necesitado, la fidelidad a las raíces últimas del ser -que radican en Aquel que rige el universo. En definitiva, actitud virtuosa es la actitud solidaria, es que siempre nos mantiene en orden a salir a los demás y a nosotros mismos en todas las vertientes de la vida.

Esta actitud acogedora suscita la honda alegría que nos eleva a cimas inigualadas en el último tiempo de la Novena Sinfonía. ¿Quién no ha experimentado una inenarrable sensación al escuchar atentamente esta bella pieza?

Por eso el sentido de la vida se descubre, se construye, y depende de nosotros mismos.  La vida misma es de por sí ya un gran regalo de Dios, pero lo que nosotros hagamos con ella es nuestro regalo para Él y para nosotros mismos.  En eso consiste el sentido de la vida: en saber qué queremos, y trabajar por ello. Y si por alguna dificultad no podemos ejecutar los planes que nos trazamos, tener la creatividad y la imaginación de tomar otro rumbo, de volver a construir, de elegir otro camino, para que nuestra vida no esté vacía y sea así infecunda.

Ojalá que a todos nos recordaran por algo cuando ya no estemos aquí. Ese recuerdo que se anide en el colectivo mental de los que se quedan cuando otros sepulten nuestro cadáver, será entonces realmente el tangible sentido que le dimos a nuestra existencia.

El séptimo trabajo de Hércules

Hércules y el toro de Creta

Dentro de las muchas cosas que es deber estudiar en feliz época de Colegio creo que todos recordamos los cursos de filosofía. Una filosofía incipiente, que a escasas serían pinceladas de lo más ñoño en historia de la filosofía. Tal vez recordemos las unidades, o apartados o como se hayan llamado en los que nos hicieron leer fragmentos de la mitología griega, tan apasionante ella si es bien presentada.  Nombres como Electra, Esquilo, Edipo,  Clitemnestra, Sísifo y muchos otros tienen un lugar recóndito en el que reposan en nuestro intelecto.

Un personaje particular tiene una cierta relevancia: Hércules. Muy nombrado. La mitología griega nos enseñó que Hércules tuvo que ejecutar doce trabajos que le había impuesto el oráculo por el asesinato de su mujer y sus hijos. El séptimo de esos trabajos es capturar un toro salvaje que lanza fuego por la nariz y amedrenta a todos. Los rústicos creían que la aparición de la descomunal bestia era producto de un castigo de los dioses, así que respetan y le rinden culto al toro. Derrotado el animal que había humillado por tanto tiempo a los hombres, éstos no olvidan jamás la lección y desde entonces, de una u otra manera, se celebra el homenaje a la intrepidez e inteligencia del torero, como a la bravura y fuerza de la bestia, que es lo que se da actualmente en el trasfondo festivo de las corridas de toros.

Ahí una muestra, traída del pensamiento y del mito griego, que fundamenta la sempiterna acción que enfrenta al hombre y a la bestia, en este caso justamente la bestia astada: el toro.  Hoy, momento de esnobismos tristes y despersonalizantes que se riegan como pólvora haciendo que las mentes incautas caigan como moscas en miel, se condena la práctica taurina, el noble arte del toreo y se los considera, erradamente, crueldad y maltrato animal.   El hombre y el animal han convivido en el mundo en medio de luchas y tensas calmas, pues la historia atestigua que bien sea en su defensa o para procurarse alimento, vestido o tranquilidad, los hombres han tenido que enfrascarse en lides a pelo con toda clase de animales, y los han tenido que vencer para poder estar hoy aquí.  El hombre es el dueño de la razón, el animal no. Eso lo ha hecho sobrevivir, pero si la historia no fuera así, hoy no existiría nuestra raza: la tierra estaría poblada solo de seres irracionales que, a fuerza de sus características como animales, muy superiores a las nuestras, habrían exterminado el olor humano de la faz del orbe hace muchos siglos.

Que el hombre se encuentre en una lucha con una bestia es, entonces, tan natural como que haya que matarla en un matadero para que sus carnes lleguen a nuestra mesa.  Pero esa es una necesidad, dirían los que desconocen. Una corrida, ¿para qué si no para humillar al animal y burlarse de su suerte? Nunca. Nada más equivocado. Una corrida es para demostrar tanto la fiereza del toro como el ingenio del que lo lidia; para exaltar en una celebración festiva los valores de ambos: uno, los tiene por instinto, el otro por su razón; valores que pasan desde la destreza, el orden, la disciplina, el ingenio, la entereza y el arrojo.  Una corrida de toros es una representación artística, llena de bellos ritos, de lo que todos los días acontece: la sempiterna lucha entre la vida y la muerte, entre nuestros deseos y las dificultades que tenemos para conseguirlos. Por eso no es ninguna matanza, ni barbarie, ni crueldad; porque el toro de lidia existe para la lidia, así que amar al toro de lidia, es precisamente, lidiarlo. No es maltrato obtener de la gallina sus huevos, ni del caballo su velocidad, ni del buey su fuerza; ¿Por qué habría de serlo obtener del toro bravo su bravura?  El periodista Antonio Caballero sostiene una idea bastante lógica: todos los animales sufren a manos del hombre, y todos mueren a manos del hombre; pero el toro es el único que lo hace en franca pelea, siendo venerado, y dejando la lección admirable de su fuerza, y el respeto de la concurrencia a la plaza.

Pues nosotros tenemos la gracia, valorada por pocos (como todo lo que es bueno, fino y noble) de ser un país con tradición taurina. Ese rito de la confrontación del torero y el astado vino por el torrente sanguíneo de la España grande que sembró su cultura en nuestro Nuevo Mundo, trayendo la fe, y la lengua, pero también toros, vacas y  caballos. Desde entonces, el toreo y las corralejas se celebran por siglos de manera espontánea en casi toda Hispanoamérica. En Santa Fe de Bogotá, durante la época de la Colonia y avanzada después la era republicana, en los barrios se daban becerradas y corridas. En las fiestas populares se disfrazaba una persona de toro y otros lo capoteaban. Con corridas se celebraban las fiestas religiosas, el nombramiento de las autoridades, la consagración de los obispos, el matrimonio de las hijas de los nobles, la ascensión al trono del rey o del papa, cuando incluso muchos reyes y papas hayan prohibido en otros tiempos el toreo.  Tan natural ha sido en nuestro medio asistir a la plaza, esperar la temporada, escuchar pasodobles… que con extrañeza hoy asistimos a un espectáculo dramático y poco comprensible: el de la rareza con la que miran al que dice «voy para toros» o el automático (e irracional) cambio de estado de ánimo del sosiego a la ira porque simplemente se enteran de que alguien es taurino.

En la actualidad un sector de la población está a favor de las corridas y otro se opone, lo que indica que se debe respetar el rito taurino y los que están en contra abstenerse de asistir a las mismas. Es simple. Es igual que el fútbol. Los que están en contra por la evidente y alarmante violencia que se experimenta entre los hinchas, no hacen marchas para prohibirlo o cerrar estadios, ni se plantan afuera de los mismos a gritar vulgaridades, simplemente se abstienen.  Eso es lo que se debe dar en una sociedad multicultural en la que una parte admira el valor del torero, puesto que allí se aprende a ver de frente al toro y jugarse la vida.  Es esa una perfecta metáfora de la existencia.  Una sociedad enferma es la que da el lugar de las personas a la de los animales, y el de los animales a las personas, por eso para los taurinos, en general gentes de bien, jamás será ni comprensible ni aceptable que muchos apoyen el aborto o la eutanasia, pero se rasguen los vestidos por el sacrificio de un toro. ¿Qué moral es esa?  El top de una sociedad que afirma a rajatabla que hay que abandonar ya tradiciones crueles y violentas, es cruel y violenta con una minoría que aprecia el antiguo arte del toreo, pero defiende los supuestos derechos de otras minorías cuyas peticiones y reclamos habría que revisar. ¿Coherencia? Ese afán prohibicionista es enfermedad, no hay otro modo de llamarlo.  Gozan como asesinos y psicópatas cuando en las plazas hay accidentes y los toreros salen malheridos, (vergonzoso y escandaloso) pero lloran la muerte de un ser irracional ¿Quiénes son los bárbaros entonces?  

En fin, como diría Ignacio Sánchez Mejías, en medio de la querella ideológica, subyace una verdad: «El mundo entero es una enorme plaza de toros, donde, el que no torea, embiste. Esto es todo. Dos inmensos bandos: manadas de toros y muchedumbres de toreros, y en consecuencia, es la lucha por nuestra propia vida la que nos obliga a torear».

El arte sí se defiende

Minotauromaquia

La Minotauromaquia, un aguafuerte pintado por Pablo Picasso en 1935 alude a la mitología y a la tauromaquia: se contempla en el caballo a una torera herida con los pechos descubiertos haciendo frente a la bestia.

Hace algunos días leí por ahí una frase que a simple vista puede engañar: El arte no necesita defensa, si tienes que defender la tauromaquia es porque no es arte. Vaya error. Con seguridad quien lo escribió donde yo lo leí lo habrá visto por ahí en cualquier parte; por eso es mejor ser original.  Al menos no mentir. 

Que el arte -en sus múltiples manifestaciones- ha tenido que defenderse siempre es tan cierto como que si no fuera por esa defensa, muchísimas obras de arte no tendrían el valor universal que hoy tienen.  No he investigado, pero me basta traer a colación desde mi memoria al propio Miguel Ángel Buonarrotti, escultor magnífico del Siglo XVII que tuvo que defender sus esculturas desnudas del propio poder del Papa.  Y para no irnos tan lejos ni en el tiempo ni en la distancia, la envigadeña Débora Arango sufrió persecución e incomprensión no solo por parte de la misma Iglesia, sino de los políticos y grupos conservadores y derechistas, que condenaron a un cuarto oscuro durante años sus irreverentes pinturas, mismas que solo hasta hace poco y casi al final de la vida de la artista pudieron ver la luz. 

En defensa de su arte entran expositores, pintores, escultores y músicos. Poetas, ensayistas y escritores, porque todo arte tiene detractores fuertes.  ¿Por qué es necesario hacerlo si se supone -como cándidamente cree la persona de la frase que mencioné al principio- que el arte es arte por sí mismo y no  debería tener enemigos? La respuesta la otorga casi que la razón natural y la simple observación:  Porque las miradas son sesgadas, y porque hay razones de sensibilidad, o de credo, o de ideologías.  Por eso se atacan los desnudos de Débora Arango. Por eso la pintura realista sobre la violencia del Maestro Botero. Por eso el arte abstracto que los tradicionalistas tildan de no ser arte; en fin, porque hay subjetividad en las miradas. 

Entonces, ¿hay que defender las corridas de toros? Claro, porque son arte. Como Débora tuvo que defender sus desnudos de la godarria eclesiástica y política de Envigado, como Miguel Ángel tuvo que defender sus esculturas del Papa, como Botero ha tenido que defender sus cuadros sobre la violencia colombiana de los grupos tupidos en sensiblería; y como ahora incluso María Eugenia Trujillo intenta defender su exposición «mujeres ocultas» (que ella considera arte) del pensamiento sensato de los que sabemos que es irrespeto por la simbología religiosa de un pueblo católico, apostólico y romano. 

Si la tauromaquia no tuviera que defenderse, entonces ahí sí es cierto que no sería arte.  Y es arte porque entraña valores universales en sí misma, y porque los transmite y los enseña: la fiereza, la entereza, la estética, la disciplina, el arrojo.  Es arte porque su práctica y su celebración son hijos de una larga historia en la que han intervenido otras disciplinas; incluye la música, el canto, la poesía y hasta la moda.  La tauromaquia es arte porque tiene reglas, porque tiene un fin noble, porque está expandida por el mundo (el mundo es donde se ha desarrollado, no como con una salvaje ignorancia creen muchos enemigos que si ahora «queda en solo ocho países» es que debe desaparecer; es que tauromaquia solo ha habido en esos ocho) y su celebración es una verdadera fiesta en torno a la vida, porque la vida incluye la muerte y la lucha de ambas por obtener la victoria. 

Claro que es natural y hasta motivo de orgullo que los taurinos tengamos que defender nuestro arte. Bien lo decía el afamado escritor Ernest Hemingway, taurino como él solo, en su libro Muerte en la tarde hablando de la defensa de las corridas de toros:  

«Sería muy agradable que no se sintieran forzados los que no gustan de ellas a dar dinero para que se supriman por el simple hecho de que les desagradan y no logran impresionarles agradablemente. Pero eso es esperar demasiado, y todas las cosas que son capaces de despertar pasión en su defensa, levantan, igualmente, pasión contra ellas».  

El toro de lidia

Bravura

Hace poco, hablando entre amigos sobre la fiesta taurina, había presente un niño pequeño. Estaba sumamente atento a la conversación, y escuchó que dijimos muchas veces la expresión «toro de lidia».  En algún momento, siendo vencido por su curiosidad, rompió con el protocolo que a su edad le exige «no meter la cucharada cuando hablan los mayores» y dijo «¿Quién es lidia y por qué tiene tantos toros?»

Sin ser pesimista, pienso que todos los seres humanos tenemos alguna tara, grande o pequeña.  No tiene que significar necesariamente algo negativo, o un desorden, aunque el término nos remita como es lógico a pensar en ello.

Aquí con «tara» aludo a un gusto, característica, afición que defendemos. Uno de los míos, más bien nuevo, es la tauromaquia.

Ya en otras entradas de este mismo espacio he hablado de razones y argumentos. Por eso aquí tal vez complementaré, incluso apoyándome en las ideas de Eugenio Partida, defensor de la fiesta.

En principio, hay que hablar del protagonista de la fiesta, del rey de la fiesta: El toro. Éste, de lidia.

El toro de lidia pertenece a una raza aparte de las especies bobinas conocidas como utilitarias —no es el macho de la vaca lechera, como creen algunos animalistas— y su historia junto al hombre es larga y extraordinaria. De la fascinación por el toro desde tiempos remotos hablan las pinturas rupestres, donde se inicia una larga tradición que asocia al toro con el arte —y el arte taurino es el arte que más produce arte, en consecuencia. El toro bravo tiene el valor de un gen conservado a través del tiempo mediante el proceso de selección conocido como tienta, del cual hay testimonios escritos desde el siglo XVII. En la búsqueda de preservar el gen de la bravura se han generado los encastes, las líneas o “reatas” de genes determinados, registrados y pacientemente criados a veces a un gran costo por lo ganaderos de toro bravo.  Así pues,  el eje fundamental y origen de todo es la crianza del toro bravo y la admiración, el respeto y la fascinación que provoca; no es difícil hacer la cuenta y decir que los que son llevados a las plazas a pasar la prueba son los que mantienen vivos al resto de la especie. Los espacios donde estos animales sobreviven son naturalmente ecológicos, ranchos de distintas conformaciones y con poca intervención del hombre, donde se reproducen muchas otras especies. Si prosperaran todas las intenciones de prohibición simplemente la especie se extinguiría y sobrevivirían apenas unos cuantos ejemplares encerrados en esas cárceles para animales a las que llaman zoológicos.

El ritual taurino es la representación de una tragedia, la tragedia de la vida y de la muerte, es honrar a una bestia que es llevada a la plaza, precisamente por ser magnífica, a morir o a vivir, noblemente pelando contra un hombre que está dispuesto a sacrificarse en aras de lo que el mismo animal transmite: valor y estética. Ahí el hombre ya no es un vulgar matancero que mata para comer, se sublima en el sacrificio matando con lo más puro que tiene y que surge de su alma: el sentimiento y el dominio de sí mismo, viendo de frente a la muerte. La embestida del toro bravo, origen de la tauromaquia, demuestra que es un animal de emociones, las cuales se transmiten a los espectadores cuando éstos son capaces de “ver” este arte vivo y efímero lleno de peligro y gracia; un arte que evolucionó en lo popular hasta alejarse del mero folclor y alcanzar en sus mejores momentos el grado de la más alta y compleja representación artística.

Goya...

Habrá que decir también que no todo es dulzura en el mundo del toro, pues éste es capaz de corromperse como todo aquello en lo que intervienen los hombres. La ignorancia es pariente de la marrullería, la fiesta tiene sus destructores internos, y no por saber de toros se ama a los toros; no por declararse taurino se puede apreciar el tamaño de su legado artístico y cultural. El abuso que se hace en esta fiesta no se hace “poniéndoles grasa a los ojos del toro para que no vea al torero” u otras tonterías de ese tipo que en todo caso resultarían más peligrosas para el torero. ¿Para qué hacer eso si simplemente se puede llevar a la plaza a un toro de menor edad (cuatro años y medio es la edad ideal, pues el toro está en su plenitud)? La edad reglamentaria a veces es difícil de dilucidar y se podría llevar un toro de media casta, un “medio toro”, o un toro engordado artificialmente que parezca mayor, ligeramente mutilado de las astas, lo que reduciría ampliamente la posibilidades de ser cornado. Paradójicamente, quienes más imponen estas deleznables acciones son las mismas figuras de renombre españolas cuando acuden a plazas que consideran “chicas”, sin prosapia taurina y donde no vale la pena arriesgar su vida, donde además no tienen gran valor las orejas cortadas.

Si se pretende defender al toro de lidia debe defendérsele precisamente en su integridad en la plaza, con el respeto al reglamento y en las funciones del juez de plaza, donde se le dignifica y se la da una oportunidad al animal. Para esto se necesita el conocimiento de las características del toro y sus cualidades, así como el conocimiento del arte del toreo, y aun así puede resultar polémico, pues el toreo es un arte interpretativo, que causa polémicas incluso entre los entendidos, pues cada toro es distinto como distintos son los hombres y las tardes en las plazas.

Incierto es pues el lugar en el mundo actual de una fiesta que mucho tiene de especie en extinción, que ya no encaja en el mundo empaquetado, higienizado y artificial; un dinosaurio que aún vive y de pronto resplandece con el empuje de nuevos toreros, honestos, o con públicos como el de Nimes o Arles, en Francia, en hermosas plazas montadas sobre ruinas romanas de las que comienzan a diseminarse en la Red imágenes y sonidos de corridas en vivo donde puede verse a los públicos más enterados y respetuosos del toro del planeta.

En internet también se ha diseminado el movimiento antitaurino, al que se van agregando figuras mediáticas. No es algo nuevo, como tampoco es nuevo el medio toro mutilado en la plaza. En distintas épocas se ha atacado a la fiesta y se ha abolido varias veces. Se han tenido que llevar a esconder toros a la sierra, al campo, para que el gen de estos animales sobreviva en momentos de guerra, de la misma forma como los franceses escondieron sus obras de arte de los nazis que las quemaban por considerarlas degeneradas.

José Ortega y Gasset, en La rebelión de las masas, advierte sobre el nuevo tipo de hombres del siglo XX, que no son sino los mismos que transitan hacia el XXI; sobre su irresponsabilidad ante el legado cultural y todos los beneficios que recibe de una cultura que él no ha creado y que es inmensa. Todo hombre, desde que nace, tiene el privilegio de heredar la cultura que la historia ha acumulado, pero también tiene la opción de elegir cualquier otra forma de distracción. 

Abolir la fiesta es, como hemos visto, exterminar al toro de lidia. Es fácil sentarse frente al Facebook y creerse ecologista, revolucionario, defensor de los animales, crítico social, sin ser realmente ninguna de esas cosas. “Me basta con lo que he visto” —entiéndase imágenes en internet, únicamente—, me dijo un antitaurino que se prestó levemente al diálogo, pues la mayoría se niegan a escuchar nada. Se trata pues de imponer una opinión sin que importe más nada, no se trata de saber sino de opinar, dar por hecho algo con ideas y nociones vagas de un tema. No escuchar ni poner en tela de juicio su opinión pues “ya tiene una”, actuar como si solo él y su opinión y las de los que simpatizan con ella importan, desde una superioridad moral que asumen cultural. Su actitud, sin embargo, no es otra que la propia de la barbarie y el oscurantismo a los que creen atacar y de los que esta época está llena de señales.

Me pregunto: ¿por qué no defienden a las gallinas? ¿No hay una infinidad de actos crueles que se cometen contra esos animales? ¿Por qué todos esos ecologistas de internet que difunden imágenes de un instante congelado por una cámara no se organizan para rescatarlas? ¿O a los cerdos que padecen en las granjas industrializadas los más abyectos maltratos? ¿Por qué los jóvenes franceses que se atan a los cajones donde viajan los toros de lidia no se organizan para atarse a los camiones donde todos los días viajan hacinados los cerdos rumbo a los rastros? ¿Será porque huelen mal o son feos? ¿No será que es una mera pose “defender” al toro de lidia?

La tauromaquia está viva y en constante cambio y evolución, atraviesa épocas y decae, es corrompida y renace, pero también al ser viva es frágil, fácilmente puede romperse para ya no volver.

La primera regla para cambiar algo es conocer aquello que se quiere cambiar, y el grado más bajo de la ignorancia se manifiesta cuando se rechaza lo que no se conoce. En un mundo donde el entertainment ha venido a suplir la cultura, las causas supuestamente justas sólo son un adorno más para esos satisfechos opinadores de todo, un adorno más para su mundo “moralmente correcto” en el que no les importa destruir lo que ha costado siglos forjar. El mundo del toro bravo es un legado artístico cultural que forma parte del corazón mismo de nuestros pueblos, esto es, del corazón mismo de la civilización.

Es respetable la preocupación por los animales cuando es genuina, pero es peligrosa la opinión cuando no se tienen los fundamentos ni el conocimiento que ofrece la cultura para poder entablar un diálogo, debatir y formar un criterio para opinar. El problema radica en que eso que se llama cultura es una cosa difícil, algo que requiere tiempo, constancia, estudio, observancia, todo lo contrario al entretenimiento. 

Tratar bien a un toro de lidia es precisamente lidiarlo. Amarlo es lidiarlo. Odiarlo es permitir que se extinga. 

Dulce milagro

EL DULCE MILAGRO

roses

 

¿Qué es esto? ¡Prodigio! Mis manos florecen. 
Rosas, rosas, rosas a mis dedos crecen. 
Mi amante besóme las manos, y en ellas, 
¡oh gracia! brotaron rosas como estrellas.

Y voy por la senda voceando el encanto 
y de dicha alterno sonrisa con llanto 
y bajo el milagro de mi encantamiento 
se aroman de rosas las alas del viento.

Y murmura al verme la gente que pasa: 
«¿No veis que está loca? Tornadla a su casa. 
¡Dice que en las manos le han nacido rosas 
y las va agitando como mariposas!»

¡Ah, pobre la gente que nunca comprende 
un milagro de éstos y que sólo entiende, 
que no nacen rosas más que en los rosales 
y que no hay más trigo que el de los trigales!

que requiere líneas y color y forma, 
y que sólo admite realidad por norma. 
Que cuando uno dice: «Voy con la dulzura», 
de inmediato buscan a la criatura.

Que me digan loca, que en celda me encierren, 
que con siete llaves la puerta me cierren, 
que junto a la puerta pongan un lebrel, 
carcelero rudo, carcelero fiel.

Cantaré lo mismo: «Mis manos florecen. 
Rosas, rosas, rosas a mis dedos crecen». 
¡Y toda mi celda tendrá la fragancia 
de un inmenso ramo de rosas de Francia!

firmaJuana

Juana de Ibarbourou

 

Esas viejas atalayas

Tempus fugit

La última vez que pude entrar en contacto con él, es como si llevara mucho tiempo sin hacerlo. Sentí, y me sentí raro con ello, como si ya no me fuera familiar.  No es que viviera en él de todos modos, pero toda mi infancia y parte de mi adolescencia transcurrió mi vida muy cerca de sus ruidos, de sus afanes, de sus múltiples colores.

Hablo de una realidad física -también a su modo metafísica- común a muchas sociedades que se erigen en una ciudad: El centro.

El  de Medellín nos encanta. Contando ya 337 abriles, esta ciudad se ha abierto paso entre montañas y ha visto emerger de la tierra largos mástiles ocupados por personas y empresas; y ha extendido sus redes hacia afuera, llegando a cambiar el verdor de los campos poblados de árboles por gigantes de argamasa, adobes y ladrillos.  Realmente es una escuela a la que asisten   todos los que ha visto nacer este valle. Atiborrado de temáticas distintas atrae a todos por sus variadas razones: oficinas, empresas, institutos, comercio de todo tipo; política, alimentación, industria, educación, salud, religión. Temas todos inherentes a la humanidad de los individuos que transitan por las excitadas calles de esta villa.

Fenómeno curioso: Silencio en medio de tanto ruido en el corazón ecléctico de una ciudad que hoy es grande sin dejar de ser pequeña: Los antiguos templos construidos incluso siglos atrás purifican del bullicio a quien ingresa.

Este pueblo  no ha dejado nunca de pasar por los umbrales de esos vetustos edificios alzados hacia el cielo, en los que perfectamente pudiese estar escrita la sentencia del génesis: Esta es la Casa de Dios y la Puerta del cielo[1] para dar culto al Dios de sus padres con rezos, plegarias y novenas que sus familias enseñaron por generaciones.

Las iglesias que se erigen en el centro de la ciudad, muchas en número incluso, nos cuentan una historia: la de una raza pujante que lleva en sus venas ante todo el amor y el temor de Dios, amor que motivó a nuestros antepasados a dedicar primero los espacios a quien le deben la vida, para honrarlo.

Son remansos de paz, en medio de la inquietud y efervescencia de los fenómenos que agitan las transitadas calles. Su cruz en alto nos recuerda nuestra identidad.

Son puntos de referencia para encuentro de personas –propias y extranjeras- y han sido motivo de estudio, observación y siempre admiración académicos y curiosos.

Han sido silenciosos testigos de la transformación de una villa que se convirtió en ciudad; han albergado dentro a ilustres personajes y conservan el hálito de celebraciones decisivas de la historia citadina.

Pero son, ante todo, recintos donde Dios se encuentra con el hombre para escucharlo, consolarlo y animarlo. Lágrimas y alegrías recogen esos templos cada día, y no se silencian nunca ni sus órganos, que alaban melodiosos el misterio divino, ni sus campanas, que llaman tiernamente a la oración y al santo sacrificio.

Patrimonio arquitectónico pero sobre todo espiritual; marca indeleble de la fe arraigada en nuestra sangre, nuestros templos más antiguos son joya preciosa y canal para hablar con Dios. Él habita en ellos, y nos invita a visitarle, un minuto siquiera, en el afán de la diligencia; de la carrera de la “vuelta”.

Tempus fugit. Esa sentencia, antigua y acuñada, decoró en pasados momentos los relojes de las iglesias, de las calles, de las estaciones de trenes y hoy nos resulta verdad, como siempre ha sido: Tempus fugit et non reduntem. 


[1]  Génesis 28, 17