La moral cristiana y las corridas de toros: ¿Qué dice la Iglesia Católica de la tauromaquia?

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Actualmente hay temas en los que la Iglesia no se pronuncia, y que resultan ser inadmisibles para algunas personas desde el punto de vista moral e incluso religioso, solo por el hecho de que a cada quien así le parece. Al margen de algunas generalidades, no existen posiciones formales de la jerarquía católica que condenen conductas concretas que a muchos nos parecen éticamente inaceptables, similares a las que sí existen para temas como el aborto, el uso del preservativo o el matrimonio homosexual, por ejemplo. Cualquier médico que practique un aborto se sabe excomulgado y aquel que use un preservativo es consciente de estar poniendo en peligro su salvación.

Sin embargo, ha habido momentos de la Historia en los que la Iglesia ha hablado de forma clara sobre ciertos temas. Uno de estos temas es la tauromaquia, una fiesta ancestral de la Europa mediterránea, que  se mantiene en España y el sur de Francia, y en los países que en América tienen arraigo taurino desde siempre. Lo que sí es cierto es que la liturgia que rodea esta fiesta está indisolublemente unida a la práctica religiosa, y entre sus adeptos más fervientes destacan muchos pro-hombres de la política y la empresa, pero también representantes eclesiales, y católicos practicantes en general sin distingo de su posición económica o social. Es frecuente ver en una corrida al cura del pueblo, y al capellán de la plaza incluso, pues lo tienen. También al de derecha y al de izquierda, al rico y al pobre, al mendigo y al ilustrado. La tauromaquia no es propiedad exclusiva de ningún grupo social. 
Hoy muchas personas tienen la errada idea de que la Iglesia se opone a las corridas de toros y que las condena, echando mano del único documento eclesial que explícitamente lo hace. Es la Bula “De Salutis Gregis Domininci”, dada en Roma en el año de 1567, por el Papa San Pío V.

Veamos algunos puntos de la Bula:

  1. «Nos, considerando que esos espectáculos en que se corren toros y fieras en el circo o en la plaza pública no tienen nada que ver con la piedad y caridad cristiana, y queriendo abolir tales espectáculos cruentos y vergonzosos, propios no de hombres sino del demonio, y proveer a la salvación de las almas, en la medida de nuestras posibilidades con la ayuda de Dios, prohibimos terminantemente por esta nuestra Constitución, que estará vigente perpetuamente, bajo pena de excomunión y de anatema en que se incurrirá por el hecho mismo (ipso facto), que todos y cada uno de los príncipes cristianos, cualquiera que sea la dignidad de que estén revestidos, sea eclesiástica o civil, incluso imperial o real o de cualquier otra clase, cualquiera que sea el nombre con el que se los designe o cualquiera que sea su comunidad o estado, permitan la celebración de esos espectáculos en que se corren toros y otras fieras en sus provincias, ciudades, territorios, plazas fuertes, y lugares donde se lleven a cabo.
    Prohibimos, asimismo, que los soldados y cualesquiera otras personas osen enfrentarse con toros u otras fieras en los citados espectáculos, sea a pie o a caballo.
  2. Y si alguno de ellos muriere allí, no se le dé sepultura eclesiástica.
  3. Del mismo modo, prohibimos bajo pena de excomunión, que los clérigos, tanto regulares como seculares, que tengan un beneficio eclesiástico o hayan recibido órdenes sagradas tomen parte en esos espectáculos».

Pues parece meridianamente claro: una bula que considera que los espectáculos en que se corren toros nada tienen que ver con la piedad y la caridad cristianas, y “queriendo abolir tales espectáculos cruentos y vergonzosos, propios no del hombre sino del demonio”, prohíbe terminantemente la celebración de tales espectáculos, bajo la pena de excomunión y anatema, muy especialmente para los clérigos.

La historia posteriormente se seguiría escribiendo, pues el Papa Pío V, muy santo y todo, tendría que pasar y el mundo seguiría su curso.  Si las disposiciones de un Papa tuvieran que mantenerse literalmente a perpetuidad y no pudieran ser, bajo ninguna circunstancia, reformadas, derogadas o transformadas por otros posteriores o por la autoridad de la Iglesia en un Concilio, el mundo y la vida serían hoy muy distintos. Pongamos solo un ejemplo, con el mismo Pío V:  la misa.  Pío V estableció la forma de celebrar la eucaristía en el siglo XVI, y así lo firmó «a perpetuidad», y ya vemos, que hoy además de que ni de lejos se celebra la misa tal como él lo estableció (en latín, con más ritos, más larga, mirando hacia el sagrario) casi que ni se puede celebrar así.  Los tiempos cambian. Los Papas también, y por supuesto sus disposiciones.

En ese contexto, entonces, aparece luego el Papa Gregorio XIII  para derogar lo dispuesto anteriormente por Pío , en la breve bula llamada Exponi nobis de 1575. En ella el Papa Gregorio, a petición del Rey Felipe II, absuelve el espectáculo taurino, y permite a los fieles laicos participar de las corridas de toros, pero no a los clérigos.  Pide también allí que las corridas no se celebren en festividades religiosas.

El numeral 2 de la mencionada encíclica, dice:

Nos, accediendo a las súplicas del Rey Felipe, humildemente presentadas, por nuestra autoridad apostólica, a tenor de las presentes, suprimimos y dejamos sin efecto las penas de excomunión y anatema y entredicho, así como otras condenas y censuras contenidas en la Constitución de nuestro predecesor Pío, en los citados Reinos de Españas, pero solamente en cuanto a los laicos y a los hermanos militares, con tal que los mencionados hermanos militares no hayan recibido alguna de las Sagradas Órdenes y no se celebren corridas de toros en días de fiesta; sin que obsten cualesquiera normas anteriores contrarias a ésta, siempre que se hubiesen tomado, además, por aquellos a quienes competa, las correspondientes medidas a fin de evitar, en lo posible, cualquier muerte. 

Dado en Roma, junto a San Pedro, bajo el Anillo del Pescador, el 25 de agosto de 1575, IV año de nuestro pontificado.  

La prohibición de asistencia de los clérigos a las corridas vuelve a recapitularse en el código de Derecho Canónico, canon 140; y en el código vigente, canon 285, quedando pocas dudas de su alcance respecto a los espectáculos donde los animales sufren crueles maltratos.

Si nos apartamos un poco del legalismo de las bulas y los pronunciamientos papales autorizados, y atendemos a la práctica común en la Iglesia hoy, está claro que el respeto por la vida es la primera de las consignas de la moral cristiana; pero en orden a la dignidad humana y lejos de caer en el enfermizo pensamiento que equipara la vida animal con la humana. Eso no significa que podamos hacer con los animales y con la natualeza lo que queramos: los creyentes tenemos una responsabilidad moral de preservar y salvaguardar el medio ambiente, pero dentro de los límites de la razón natural. En la armonía querida y diseñada por Dios para el universo está que los hombres seamos superiores a los animales, y debamos valernos de ellos para nuestro sustento.  La corrida de toros termina con el sacrificio ritual del astado, cuya carne se destina al consumo humano como cualquiera otra carne de bovino, teniendo presente además que el toro de lidia es cuidado en el campo con sumo esmero y muere ritualmente en la plaza peleando.

Juan Pablo II recibió en audiencia a Jesulín de Ubrique, un torero español, en una divertida anéctoda:

Y san Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei, compara la cercanía con Dios con el trato que el torero tiene que tener con el toro.

 

De tal modo que nadie puede cuestionar la moral de los que siendo católicos que intentamos buscar a Dios, vamos a la fiesta de los toros.  No confundan el mandato de respeto por la vida con el gusto (o disgusto, más bien) por las corridas, porque en ningún momento están consideradas como falta a alguno de los mandamientos de Dios, ni a la moral, ni a nada. Hasta que no haya un pronunciamiento formal al respecto por parte de la autoridad de la Iglesia, nada tiene que ver la afición taurina con el seguimiento o no de la enseñanza moral, doctrinal y magisterial de la Iglesia. 

La bota taurina

Al margen de la discusión, a mi juicio increíble y desde todo punto de vista inaceptable, de si la tauromaquia va o no va, si se prohíbe o no (lo que no debería ni pensarse), hay elementos presentes en la fiesta brava que son dignos de resaltar.

Se habla mucho en general de la estética, el arte, la belleza, el orden y la armonía de los ritos tauromáquicos, pero pensando en el asunto hay un elemento que merecería más relevancia: la bota.  

Todos los años, por esta época, los aficionados a la fiesta brava desempolvamos nuestras botas y las llenamos con diversas bebidas de contenido etílico para mantenernos a tono en los tendidos de la plaza. Allí, con el chorro dirigido al paladar medio, saciamos nuestra sed en estas tardes gloriosas de sol, después de lanzar vítores, olés y ovaciones a los maestros del capote. Es una vieja costumbre, heredada del ambiente taurino de la Madre Patria. Aunque los aficionados más tradicionales no van más allá de la manzanilla o el jerez, algunos adicionan una mezcla de vino tinto, brandy, vinos blancos, o sangría para darle potencia al brebaje.

La bota, por supuesto, no es un invento contemporáneo. La costumbre de guardar líquidos —especialmente vino— en odres es tan antigua como la historia de las bebidas en la cultura humana. Antes de descubrir el fuego y elaborar vasijas de barro, las vejigas o pieles de los animales se utilizaron para guardar y preservar líquidos. Incluso después de inventada la orfebrería, muchas culturas mantuvieron el uso de la bota de cuero para depositar lácteos y bebidas fermentadas. Las referencias literarias a la utilización de este tipo de recipiente abundan en textos que van desde la antigua Grecia hasta la España de Cervantes. En ‘La Odisea’, incluso, se puede leer que Ulises emborrachó al cíclope Polifemo brindándole vino en odres.

Las razones del uso de la bota reafirman su presencia: es un receptáculo de peso ligero, gran flexibilidad e impermeable, además de higiénico y portátil. Y aunque se le ha asociado siempre a las corridas de toros, una bota puede llegar a ser muy útil en paseos a caballo o largas caminatas. 

El material más apropiado para la bota de vino es la piel de cabra. Es resistente y flexible —dos condiciones ideales para su uso—, y permite que se le trabaje y manipule con facilidad en la mesa del artesano. Inicialmente, la piel se curte con sustancias vegetales —como el polvo de encina o pino— para evitar que se pudra. Luego se le agrega la pez, consistente en un líquido resinoso extraído del pino, para garantizar la impermeabilidad del recipiente. Cuando se adquiere una bota por primera vez, ésta debe dejarse expuesta al sol para que se infle. Posteriormente debe llenarse con la bebida escogida y mantenerla allí por espacio de una semana. La recomendación de los expertos es que una bota nunca debe dejarse vacía para evitar que sus paredes se peguen. Una mínima cantidad de vino es deseable mientras se vuelve a usar. Hoy día existen otras técnicas más modernas para la impermeabilidad de la bota, por ejemplo la tecnología tetra pack, que pasó a reemplazar la pez. 

Como en todo producto, existen marcas legendarias como Las Tres Zetas, originaria de Pamplona, en el norte de España. En Colombia se han elaborado productos similares, sobre todo en Santander, donde aún hacen botas mediante la técnica tradicional de cuero de cabra y pez. 

Echando un vistazo a la historia, la bebida más utilizada para guardar en las botas es la manzanilla de jerez. Se trata de un vino blanco pálido, producido en la localidad sureña de Sanlúcar de Barrameda, en Andalucía. Se le considera una bebida refrescante, con volumen de alcohol de más o menos 15 grados. Se recomienda consumirla a una temperatura de entre 10 y 12 grados.

Las buenas manzanillas españolas no abundan en el mercado local, es una triste realidad. De manera que debe obrarse con rigor para no comprar productos sin los estándares de calidad deseados. El nombre “manzanilla” ha generado, a lo largo de los tiempos, una serie de debates sobre su origen. Van desde atribuir la aparición de la bebida en la ciudad de Manzanilla, en la provincia andaluza de Huelva, hasta asociarla con el aroma a manzana, que se detecta en algunos vinos. Pero la más aceptada se deriva de la asociación entre el olor del vino y el de la flor de una planta aromática del mismo nombre, que también se conoce como camomila, de la que hacemos bebidas calientes de infusión, que llamamos aromáticas. Existe, igualmente, una variedad de aceituna que comparte el nombre de manzanilla. 

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Para los aficionados a la tauromaquia, el espíritu festivo de las temporadas de toros nos contagia y enamora por el toro, el rey de la fiesta.  Pero también por todo lo que rodea el rito taurino: por su música, sus colores, sus comidas y sus bebidas. Y esto hace que estas fechas se conviertan en un momento propicio para resaltar y exaltar lo más bello de nuestra tradición taurina, que se hace evidente también en lo que llevamos en nuestras botas. 

Encontré algunas mezclas, que si bien no corresponden en mucho a lo que es tradición llevar, mezclar y beber en la bota taurina, sí se usan hoy día. 

Norteña: Una botella de brandy, una botella de manzanilla y tres cervezas.

Aguardientera: Una botella y media de ‘guaro’, tres gaseosas manzana pequeñas y dos sodas pequeñas.

De la tierra: Una botella de ron y una botella de sangría.

Chapeta: Una botella de ron y dos ginger pequeñas.

Cuba libre: Una botella de ron, un litro y medio de gaseosa y jugo de limón.

Cómo beber de la bota

1. Agarre la bota con la mano izquierda alrededor de la parte alta y con la mano derecha abra la tapa del brocal.

2. Coja la bota por la parte baja y lleve el brocal abierto por su parte superior hacia la boca, mientras con los brazos algo flexionados, levantela e inclinela para luego apretarla en su parte inferior.

3. Cuando tenga más práctica, puede estirar los brazos para hacer el chorro de líquido más largo.

4. Para finalizar el trago realice los pasos a la inversa. Es decir, vuelva a acercar la bota a la boca, relaje la presión en la parte baja de la misma, gire y bájela.

Por qué se equivocan los antitaurinos

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La cuestión taurina ha saltado a las páginas de actualidad de Colombia a raíz de la reapertura de la Plaza de Toros de Bogotá. Hace ahora un lustro, el entonces alcalde de la capital, Gustavo Petro, decretó la prohibición de los festejos taurinos y condenó a los aficionados a los toros a “exiliarse” a Manizales, Cali o Medellín para disfrutar de su pasión. El parón taurino se rompió a raíz de una decisión de la Corte Constitucional, que declaró ilegal la prohibición y ordenó la reapertura del coso conocido como La Santamaría.

El pasado 22 de enero, más de 10.000 personas llenaron los tendidos de la Plaza entre gritos de “Libertad”. Antes de llegar al recinto, sufrieron el acoso violento de cientos de activistas antitaurinos que, lejos de expresar su disconformidad de manera pacífica y educada, no dudaron en insultar y agredir a los asistentes al festejo. El triste espectáculo que se vivió en las calles de Bogotá contrasta con el civismo, la educación y la alegría con la que transcurrió la corrida de la reapertura, en la que se anunciaron El Juli, Luis Bolívar y Andrés Roca Rey con toros de Ernesto Gutiérrez.

Las primeras expresiones de la cultura taurina datan del año 23.000 antes de Cristo. Las pinturas rupestres de las cuevas de Villars ya nos muestran a un hombre enfrentándose a un toro bravo. Aquella primera lucha fue solo el comienzo y, durante siglos, las distintas culturas del Mediterráneo comparten esa fascinación por la caza del toro, convertido en un animal mitológico. Con el paso del tiempo, esos ritos ancestrales van evolucionando y dan pie a la corrida de toros moderna, hija de la Ilustración.

En la corrida de toros moderna se funde la épica con la estética. El torero, héroe del espectáculo, debe lidiar al toro con ayuda de un capote o una muleta. Estas telas tienen que ser suficientes para reducir la velocidad de las embestidas y canalizarlas según mandan los cánones artísticos. Se trata de bailar con la muerte, de exhibir elegancia y naturalidad ante un toro bravo de 500 kilos. En todo momento, la corrida se mueve entre el arte y la tragedia. La certidumbre del peligro y la belleza del toreo hacen de éste un espectáculo único. Para muestra, estos dos vídeos de José María Manzanares, uno de los toreros más reconocidos del momento.

La cultura taurina sigue viva en España, Portugal, Francia, México, Colombia, Venezuela, Ecuador y Perú, pero las intentonas prohibicionistas siguen amenazando su continuidad. Aunque los enemigos de la Fiesta Brava creen que actúan en nombre de la modernidad, lo cierto es que las corridas siempre han luchado contracorriente. En Europa, las primeras medidas contra las corridas de toros datan del siglo XIII. En México y Perú, ya en el siglo XVI se decretaron restricciones. Por tanto, no hay nada nuevo bajo el sol. Las corridas de toros siempre han generado polémica y el toreo siempre ha sido un arte transgresor que no todo el mundo comprende.

Si la cultura taurina sigue en pie es porque tantas y tantas pretensiones de acabar con los toros se han topado siempre con el grito de libertad de millones de personas que acuden voluntariamente a las plazas de toros. También ha resultado valioso el respaldo de cientos de intelectuales y artistas. Sin ir más lejos, los tres últimos Premios Nobel de Literatura concedidos a autores de habla hispana fueron a parar a manos de tres buenos aficionados a los toros: el español Camilo José Cela, el colombiano Gabriel García Márquez y el peruano Mario Vargas Llosa.

Los falaces argumentos de los enemigos de las corridas

Los enemigos del toreo suelen cargar contra la Fiesta Brava presentando imágenes descontextualizadas, pero la foto de un toro muerto no resume ni capta la esencia de una corrida, como tampoco la imagen de una res en un matadero puede servir como reflejo de la gastronomía. La mejor forma de desmontar esta propaganda es acudir a las plazas y comprobar en primera persona por qué tantas personas son aficionadas a los toros.

También afirman los prohibicionistas que las corridas deben acabar para proteger al toro, pero los censos ganaderos muestran que un menor número de festejos taurinos conduce hacia la desaparición del toro bravo, un animal único que constituye una joya del patrimonio genético europeo y americano.

También hay quienes pretenden acabar con las corridas apelando al “bienestar animal”. Para desmontar este argumento, basta con acercarse a cualquier ganadería de reses bravas y comprobar la privilegiada vida de estos animales criados en grandes fincas. Nada que ver, por cierto, con las granjas de explotación intensiva de las que provienen los alimentos que compramos en los supermercados…

Por otro lado, es importante señalar que, por cada seis animales criados en la dehesa, solamente uno termina siendo lidiado en la plaza. Esto es así porque la clave del espectáculo taurino radica en la bravura de los animales que salen al ruedo y, por tanto, no todas las reses son aptas. ¿Cómo se hace esa selección? La primera criba la establece la propia genética de la especie. El toro bravo está fisiológicamente adaptado a la lidia y, por tanto, se crece ante el castigo de la misma forma en que un deportista de élite muestra un umbral de resistencia mucho más elevado que el de cualquier otra persona.

Pero la selección no acaba aquí. Luego llegan las cribas de los ganaderos (vía selección y tentadero), los exámenes veterinarios, la evaluación del trapío… que terminan resultando en la aprobación o descarte del toro. Ya en la corrida, se dan dos pruebas más ante los ojos de todos los espectadores: el puyazo o suerte de varas, con el que el picador prueba la bravura del toro, y el tercio de banderillas, que amplía nuestra capacidad de juicio sobre las capacidades de cada animal. Si el animal huye o no presenta pelea, será devuelto a los corrales y no será lidiado, ya que la corrida es solo para toros bravos. Pero claro, nada de esto interesa a los enemigos de las corridas, que prefieren hablar del toro bravo como si se tratase de un animal indefenso e inválido… Nada más lejos de la realidad.

Por último, no olvidemos que el pensamiento en el que se inspira buena parte del movimiento antitaurino es de corte radical. No me refiero a las escenas de violencia que se vivieron en Bogotá, ya comentadas en el segundo párrafo, sino a las teorías de “liberación animal” en que se inspiran muchos de estos colectivos. Según las mismas, el ser humano esté al mismo nivel jurídico que los animales. De imponerse esta visión, veríamos como primero se prohibirán las corridas de toros, después la caza y la pesca… pero más tarde también llegaríamos a la alimentación vegana por decreto o al freno del progreso sanitario que supondría el fin de la experimentación con animales.

La ética de la libertad

La intolerancia del movimiento prohibicionista debe combatirse con una ética de la libertad basada en el respeto a los demás. En su próximo pronunciamiento, la Corte Constitucional de Colombia debe respetar su propia jurisprudencia y así garantizar el acceso a la cultura taurina, sin privilegios pero también sin discriminaciones. Los enemigos de las corridas de toros son libres de expresar su rechazo, pero no de imponer su visión al resto de la sociedad y tampoco de llegar a la violencia para defender su postura.

Por: Diego Sánchez de la Cruz 

Publicado originalmente en https://es.panampost.com/diego-sanchez/2017/01/31/los-toros-a-debate-en-colombia/

Una minoría que unida grita ¡Olé!

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La plaza de toros La Santamaría llenó sus tendidos en el regreso de las corridas de toros a la capital

El foco de atención de la actualidad colombiana lo comparte por estos días la política con la afición taurina. Este lunes se reúne de nuevo el pleno de la Corte Constitucional para decidir sobre la continuidad o no de la Fiesta Brava en el país.  Hemos asistido a espectáculos dramáticos de violencia antitaurina que, para nuestra sorpresa, muchos todavía relativizan o se empeñan en negar. 

Siempre ha causado revuelo la tauromaquia, pero cada vez la acompaña una mayor novedad. Ahora,  ha sido notorio el deslizarse de una “maquinaria mediática” que, en sus incontables marañas, muestra con desdén a la afición. Resaltan los movimientos animalistas, y discriminan avasalladoramente a una minoría incomprendida y estigmatizada, que es lo que somos los taurinos.  En diferentes escenarios se han presenciado los desmanes de los pacificadores, que virulentamente han revelado cuánto “amor” sale de sus corazones; con las tantas caricias empuñadas que no contienen el límite de sus fuerzas. Hemos visto con cuánto «afecto» estallan sus artefactos subversivos y finalmente, queda escuchar su exquisita retórica  delicadamente obscena, empleada con la mansedumbre del caso por los insignes “pacíficos” militantes de la izquierda. Su intención, siempre carente de fundamento y de la racionalidad propia de la raza humana, ha sido su motivación para su ya característico proceder y ante las cámaras, han olvidado la base del manejo de la opinión que dice: “las palabras pasan, las imágenes quedan.”

Y es que son miopes ante la magnificencia que es la Fiesta de los toros. Olvidar que somos descendientes de la península ibérica es arrancarnos nuestra historia de las venas. ¡jamás! Si nos remitimos a la génesis de la historia del toreo veremos que desde sus inicios fue una reacción de defensa en la España de la baja Edad Media al distraer, en las planicies castellanas, a los toros salvajes que embestían con brutalidad las caravanas de los deambulantes de la zona. Al pasar los años, lo que antes era necesidad, se tornó en una práctica aventurera – muy característica de la personalidad española- mostrando ante las gentes la supremacía del hombre como tal, o sea, un ser racional que enfrenta con sagacidad e inteligencia la masa descomunal y aplastante de un animal que, en la arena, personifica un duelo entre la razón y la sensibilidad, entre la pericia y la irracionalidad.

En la historia reciente nos es fácil detectar las maniobras del igualitarismo predicado desde todos los flancos con el fin de exacerbar la revolución cultural padecida en una sociedad agonizante en sus propias ideas revolucionaria, ya gastadas por las inmensas frustraciones experimentadas en los últimos años. Eso sin trascender a un fundamento elemental para la supervivencia natural, que sería el tan olvidado “sentido común”, incompatible con las fantasías locas de los  energúmenos héroes de las universidades públicas con su cuadrilla de ideólogos pandilleros que, hoy por hoy, son los ídolos marmolizados de la selecta ignorancia de los “eruditos modernos”, que en la boca solo tienen las mismas tres frases de Marx.  El equilibrio de fuerzas es desigual y aprovechan el boom de esta nueva percepción del mundo para someter nuestra afición a un linchamiento mediático que es  orquestado para convencer con mentiras a los menos ilustrados, que creen en lo primero que se les dice, sin conocer ni de lejos en qué consiste una corrida, qué es una dehesa, o cómo es por dentro un corral.

En el otro lado de la trinchera están los legisladores ambicionando incluir a la opinión pública en un torbellino de sentimentalismos sin fundamento, al promover una misericordia despiadada por el toro de lidia. Quieren, de cualquier forma, por medio de leyes acomodadas, desconocer en primera instancia la libertad de expresión, tan insuflada por la izquierda para sus fines, y en segunda instancia, negar la naturaleza de este animal y para lo que fue criado a través del tiempo. No es redundante recordar que los toros, como cualquier animal, tienen impresa la ley natural indefectiblemente en su condición irracional. 

Epítetos ya rancios y gritados hasta la saciedad -citemos, por decir algunos, «asesinos», «torturadores», «violentos»- son las únicas formas de argumento que encuentra quien, desde el desconocimiento, se atreve a querer imponerse para prohibir. Prohibir lo legal, es irónico el chiste, pero más irónico es que se pueda lograr.  En una constitución que en cada página habla de libertad, en la práctica entra una contradicción que es imperdonable: libertad o tiranía liberal. ¿Para quiénes hay libertad? ¿O solo ha servido como muletilla dialéctica para alcahuetear las desviaciones convenientes de la sociedad, que en aras de la libertad misma, dan vía libre a las liviandades de los intereses particulares? ¡Cómo no aprovechar para apelar a su propia argumentación! y poner colofón a estas líneas con el viejo adagio que reza: “Con las piedras que me lanza mi enemigo, construyo las paredes de mi casa”.

Señores padres de la patria, honorables magistrados, políticos y hacedores de las leyes en general: ¿Se acuerdan de la defensa de las minorías? ¿O para éste caso no vale? Yo creo que ya es hora de que si quieren algo de honesta credibilidad, procedan con sus propios criterios y se apuren a aplicar. 

La legalidad de las corridas de toros

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Las corridas de toros se encuentran amparadas por el Estado de derecho que rige los designios de esta Nación. Es por eso que desde la ley 84 de 1989 o estatuto de protección animal – anterior a la expedición de la constitución de 1991- se excluía de las actividades censuradas: el rejoneo, coleo, las corridas de toros, novilladas, corralejas, becerradas y tientas, así como las riñas de gallos y los procedimientos utilizados en estos espectáculos, al tenor de lo dispuesto en el artículo 7 de dicha ley.

La corte constitucional, en revisión posterior para armonizarla con la carta fundamental, la encontró ajustada a esta, determinando que la “cultura es un bien constitucionalmente protegido”, y las corridas hacen parte de nuestra cultura.

Igualmente, existe la ley 916 de 2004 o reglamento nacional taurino que muchos “antis” deben mínimamente leer, para desvirtuar lo que afirman o lo que les dicen que digan, con pleno desconocimiento de la norma. Dicen que los toros son maltratados antes de llegar a la plaza, entre otras mentiras que son traídas de los cabellos, sin revisar la norma que prohíbe tocar el toro antes de que salga al ruedo. Es el rey del festejo.

También se encuentra en el ordenamiento jurídico interno la ley 1025 de 2006 que “declara patrimonio cultural de la Nación la feria taurina de Manizales”, lo que indica que ya es parte de un bien inmaterial de nuestra cultura.

Copiosas sentencias de la corte constitucional y del Consejo de Estado amparan la fiesta brava y encuentran que estas normas respetan la norma superior que es la constitución política de 1991.

Las sentencias son: C- 115, 246, 367 de 2006, 666 de 2010 y 889 de 2012, como también la sentencia T-296 de 2014 que resolvió a favor de la corporación taurina de Bogotá la disputa con el distrito en la administración Petro, quien azuza hoy a jóvenes manifestantes para demostrar caudal electoral para su futuro político. Inocentes caen, ante las fauces de un viejo lobo de la política.

Siguiendo en un examen normativo, se encuentra que ni la ley 1638 de 2013 como tampoco 1474 de 2016 que tienden por la protección de animales en circos y los define como seres sintientes, contrario a como los determina el código civil, que los definía como cosas, prohíben las corridas de toros.

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Por: Leonardo Medina Patiño

Abogado

Especializado en Derecho Administrativo y Judicial

Autor del texto: «Defensa jurídica de la cultura taurina» 

Publicado originalmente en occidente.co

http://occidente.co/la-legalidad-de-las-corridas-de-toros/

En respuesta al video del youtuber Daniel

cruelesDaniel Samper Pizano, en el prólogo de la Antología de la Crónica Colombiana, dice: «¿Cómo negar la solera, cómo no aceptar que la crónica de toros es un caso curioso de espectáculo popular emparentado con la literatura?». Pero como no es cierto aquel aforismo arraigado entre nosotros, según el cual “hijo de tigre, sale pintado”, el hijo de este destacado periodista, Daniel Samper Ospina ignora culpablemente, usando como escudo su particular y subjetiva comprensión, esa influencia grande de los toros en las artes y la poesía, y su viceversa. En un ataque ciego de esnobismo frenético, comete la herejía de negar, contumaz, que los toros tengan algo que ver con la cultura.

Habrá que recordarle al osado youtuber que cultura es el conjunto de estructuras sociales, folclóricas, artísticas que caracterizan una sociedad. Las tradiciones atávicas son parte del acervo cultural de un pueblo y nunca desaparecen, pues una de las características del lenguaje y tradiciones del hombre es que no pierden vigencia. Como las danzas de los africanos y los ritos de inmolación de los polinesios perduran, así el mítico sacrificio del toro en el Mediterráneo se tornó en el rito de la corrida, al que refrenda y ratifica en silencio el paso y el peso de los siglos, y que sí han comprendido, como apenas es natural hacerlo para quien tenga un mínimo palmo de inteligencia, hombres y prohombres ilustres de las letras, de la pintura, de la poesía, de la música, de las artes en general. Qué pena decirlo así tan crudamente pero, comparado con ellos, que tanto han aportado al mundo, ¿quién es Daniel Samper junior? Yo mismo me respondo: un youtuber viejo, que se jacta de ello, y que escribe la entretenida última página de una gaceta prácticamente oficial, para mostrar allí con la destreza y la cadencia de su forma de escribir (todo hay que decirlo) su errática y parcial visión de la realidad.

A Daniel (pero a muchos otros también) hay que recordarle que esa manifestación artística, secular, venerada, que él llama barbarie hunde sus raíces en Grecia, en el Toro de Creta, en Hércules y en los helenos.  Hay que recordarle que sus antecesores los grandes periodistas así lo comprendieron, y también esos prohombres mencionados que son mucho más grandes que él: del mundo maravilloso de las letras Federico García Lorca, a todas luces uno de los mayores literatos y ensayistas de la hispanidad contemporánea.  Del mismo modo los máximos exponentes de la poesía clásica del siglo XVI y del XVII como son Góngora y Quevedo mencionaron también, aunque más tímidamente, el tema del toreo; siendo conocido de Góngora un poema llamado El zurdo lanceador.

Los legítimamente galardonados con el Nobel Vargas Llosa y García Márquez; las plumas prodigiosas de los poetas Duque Rivas y José Velarde, con sus poemas, respectivamente, Los toros y toros y cañas.  Imposible dejar de mencionar a poetas como José María del Valle Inclán o Gustavo Adolfo Bécquer. La Generación del 27: Dámaso Alonso, Vicente Aleixandre, Gerardo Diego, Rafael Alberti y el ya mencionado en particular García Lorca.  En el ámbito de la Filosofía, Ortega y Gasset, y más cercano a nosotros el profesor Fernando Savater.

En el arte plástico, Tirso de Molina, Goya, Dalí, Botero, Picasso, y mil más.

Señor Samper: hay que aceptar la cultura como tal, hay que despreciar la tentación de pretender construir un concepto de cultura al margen de lo que sí es.  Ha tildado usted de horror un arte, usted, que así lo ve, por la toma exacta en una imagen de lo que en la corrida tiene uno o dos segundos de duración, pero ¿por qué no pone fotos de las gaoneras, mediasverónicas, manoletinas, faroles y quites demás? ¿Del paseíllo, de la banda musical, de lo que duran los tres hermosos tercios, de todo lo estético, noble y bello que se confecciona allí? ¿Por qué no registra y comparte en sus redes la fraternidad, la noble camaradería que en los tendidos se evidencia, el orden, el respeto, la armonía de la plaza de toros, el ejemplar comportamiento de los que entramos allí?  Horror más bien que se vuelque una horda de matones a las puertas de una plaza a agredir a quienes libremente y sin molestar a nadie quieren entrar. Los videos y fotos de esas agresiones, ¿los va a compartir en su canal? ¿los fijó en un tuit?   

Se comprende que cualquier particular no guste de las corridas y tenga como argumento la sensibilidad. Lo que los taurinos no podremos aceptar es que quienes se oponen a nuestra afición, pretendan usar su único argumento -la sensiblería- como bandera de lucha para imponer su criterio como norma general, y por ende, buscar prohibir.  En la época nueva de las libertades de elección, en la que se quiere no bautizar los niños porque deben escoger religión (si quieren), esperar que crezcan para que escojan si mujer o varón;  ¿hacer proselitismo antitaurino si estará bien?

Circo de tortura no es el albero de una plaza: es un país aletargado en el que vale más la vida de un animal, ser irracional, que la de un niño muriendo de hambre en la Guajira, sin que nadie, ni el Estado, ponga sus ojos allá.

¡Ay, los toritos!

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Como no hay mal que dure cien años, ya se le acabó el cuarto de hora al dictadorzuelo Petro en mal gobierno a la capital de la República. Bajo su administración, espantosa administración, los bogotanos tuvieron que padecer todo tipo de vejámenes, descuidos, corruptelas y excesos. Un sector de esta población, minoritario por cierto -los taurinos- se vio directa y fuertemente afectado por la triquiñuela con la que el pequeño Nerón logró cerrar la plaza de toros la Santamaría.  

Hoy Bogotá tiene una nueva administración municipal, pero que al menos en este campo, ha decidido seguir los pasos de su antecesor: el alcalde Peñalosa anuncia hoy que va a radicar un proyecto de ley en el Congreso para eliminar las corridas de toros no solo de la capital, sino en todo el territorio colombiano. Tirano, a ejemplo del otro. 

Justamente ayer los taurinos celebrábamos la noticia de la adjudicación a Colombia Taurina del contrato para la feria taurina de 2017 en La Santamaría, pues según la ordenanza, para entonces el recinto ya debe estar habilitado para ofrecer aquello para lo cual fue construido: espectáculos taurinos. Y tal parece, porque así son los que quieren imponerse, que la noticia le generó una piquiña irresistible al enclenque alcalde actual de Bogotá. Tanto, que madrugó a anunciar por todas partes que aunque la ley le obliga a abrir la plaza de toros para la tauromaquia, también le da permiso para radicar proyectos de ley en el Congreso. Pataletas pueriles, evidente. 

Al respecto, y como caída del cielo, me viene a la mente una columna de opinión que escribió Antonio Caballero hace cuatro años en la revista Semana, cuyo titulo emulé para este escrito: «¡Ay, los toritos!». Entonces, el minúsculo Petro recién asumía la alcaldía de la capital, y empezó atentando contra la libertad de la minoría taurina al prohibir, al mejor estilo dictatorial, las corridas de toros en la ciudad.  La columna en mención cobra vigencia hoy, que hay otro alcalde, pero que sigue con alcaldadas en campo taurino.   Transcribo aquí un fragmento:

«Cien veces han querido prohibir las fiestas de toros. Desde que existen. Lo han pretendido todos los poderes: los papas de Roma, los reyes de España, los presidentes de diversas repúblicas, los alcaldes, los jueces, los parlamentos, la prensa bienpensante. Con argumentos variados: el peligro para la vida humana; el rechazo a la imposición de una costumbre foránea; el dolor causado a los animales.

Todos ellos son pretextos espurios. La vida humana está en riesgo siempre: habría que prohibir todos los oficios, desde el de torero hasta el de papa (y también el de alcalde). Todo en la historia ha sido en su origen imposición extranjera: las religiones, las fiestas, las prohibiciones. Todos los animales que tienen contacto con los hombres (que son todos los animales) padecen dolor por culpa de ellos. Y todos mueren. Pero de todos ellos los que mejor vida llevan son los toros de lidia. Cuatro años de holganza y protegida libertad en el campo, y media hora final de lucha a muerte. Y la muerte inevitable, pero digna: en la pelea. No en la ejecución infame y sin defensa a la que son sometidos los cerdos o los pollos, los atunes o las ratas, o los gusanos de seda.

…Volviendo a los que quieren prohibir esa fiesta: lo suyo es, simplemente, que quieren prohibir. Su placer consiste en impedir el placer de los demás. Para decirlo con una antigua frase de la sabiduría moral: tienen pesar del bien ajeno.

Y ese pesar del bien ajeno es lo que más éxito tiene en política, como lo está mostrando el nuevo alcalde de Bogotá.» 

Hasta ahí la columna de Caballero. ¿No es absolutamente providencial su idea? Hoy, como ayer, un nuevo ‘Redentor ambientalista’ pretende pasar a la historia del fanatismo verde como el salvador de los pobres toritos, pero a costa de la legítima libertad que tenemos los taurinos de disfrutar de nuestra afición, que a la sazón es legal, y está amparada por la ley. 

¡Qué grave enfermedad es el fanatismo! 

El Reich animalista

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Es complicado entender por qué tanta gente odia (literalmente) a los aficionados taurinos, toreros, banderilleros y otras profesiones relacionadas con el mundo del toro. Yo no creo que responda a cuestiones humanitarias, porque un buen número de estos individuos se permiten pensamientos sanguinarios: odiar y -como quien no quiere la cosa- andar pregonando que aficionados y toreros merecemos todo tipo de castigo divino, incluso cierta clase de empalamiento horrible.

Supongo que no desean a los cocineros una muerte terrible, hervidos en agua caliente o calcinados sus cuerpos a la parrilla ni al calor de los fogones; y este no es un detalle menor, porque España y el mundo están sembrados de restaurantes donde se guardan refrigerados -para ser espléndidamente comidos- un importante número de restos de animales mamíferos y pescados. Sin embargo la gastronomía, que involucra permanentes escenas de matanza y descuartizamiento, está muy bien vista. El auge de su prestigio incluso deja en evidencia una cierta pereza (u holganza) intelectual interesante.

El Reich animalista se considera además a sí mismo el protagonista permanente de una buena acción solidaria

Habitamos en un mundo que da la espalda a la lectura en beneficio de la televisión. Un mundo que ignora la pintura y la escultura en favor de los deportes televisados o el consumo frívolo; que olvida la ópera y el teatro, pero vive absorto ante una pequeña pantalla portátil (entre otros muchos ejemplos diarios de lo que es la vida moderna). Es un mundo que fácilmente se entrega a una corrección política entre comillas y para haraganes; que puede permitirse el «factor desprecio», el odio inquisitorial, una tormenta de opiniones irresponsables y reaccionarias, de deseos imperdonables. También se permiten mirar a otro lado mientras el mundo se desangra en una desigualdad inestable, que mata de hambre en las guerras o en las paupérrimas barcas del exilio forzado: se permiten demasiado y, al mismo tiempo, demasiado poco.

 

Creo no equivocarme si considero que este fenómeno no es más que ignorancia desatada, incluso en ámbitos universitarios afines a la intolerante abolición. El Reich animalista se considera además a sí mismo el protagonista permanente de una buena acción solidaria, curiosamente humanista o rabiosamente animal. Sin embargo, desnuda un bestialismo intolerante, una profunda pereza intelectual y un peligroso desapego por la sensibilidad correcta, por la vida satisfactoria y la natural tolerancia que impone la convivencia. Exhibe un desorden de valores altamente temerario, o francamente ridículo.

Es frecuente invocar la excusa de la legalidad moral de la matanza alimentaria apelando a que «sirve para alimentarse». Servidor duda que las langostas (cocidas vivas en agua hervida), el caviar o el faisán -o mismamente los vacunos sacrificados- estén alimentando a un mundo hambriento. Desde hace siglos la mayoría se malalimenta con productos no cárnicos, digamos arroz acompañado por ocasionales pedacitos de pescado, chorizo o una carne barata. Proteínas, las justas. La justificación alimenticia de la masacre de las carnes ofende a la razón. En Argentina la ingesta de carne es un ritual de amistad, celebración familiar y festín para el paladar; no se trata de alimentarse ni paliar el hambre. Otra mala broma de las juventudes animalistas adoctrinadas en Facebook: una familia media malamente puede pagar un asado por mes, la carne es un lujo. Descartemos esta lobotomía portátil que justifica la escabechina que pone en funcionamiento la industria cárnica y marítima. Los restaurantes de tres estrellas Michelin parecen no importar un pepino a los muy humanitarios enemigos sanguinarios de las corridas de toros. Creo que estos detractores de los toros, tan llenos de razones como de equivocaciones, responden a una pereza intelectual aguda, agresiva y terminal: no leen libros (aunque existe el caso de universitarios ensoberbecidos de lecturas académicas que nunca se equivocan). Mayormente, mis justicieros viven embutidos en sus teléfonos galácticos y difícilmente leen a diario el periódico -o periódicamente el diario- para formarse una conciencia mínimamente aceptable; y no es que me crea a rajatabla todo lo que leo, más bien se trata de entrenamientos de gimnasia mental para poder opinar con algún fundamento, incluso leyendo entre líneas editoriales.

La tauromaquia no es maltrato de animales, ni asesinato, ni tortura. La tauromaquia es compás, es valor y es respeto por el medio ambiente y por el toro. Es ecológica y sostiene una tradición ganadera ejemplar. Es cultura benigna, porque es la costumbre de las letras de Lorca, de la tinta china de Picasso, de los libros de Hemingway, del texto imperdible de José Bergamín, de la historia contada por Belmonte y Chávez Nogales; es la tauromaquia de Dalí y de aquellos que aman al toro en la plaza, embistiendo con peligro en cada galope. Es arte que ofrece la vida. Es música, color y valor.

Mientras la humanidad acorrala el hábitat de los animales silvestres construyendo ciudades, caminos, y fomentando cambios climáticos, la tauromaquia protege la ecología sostenible del campo bravo

Valores, buenas tradiciones. Es pueblo y campo, es ciudad y es algarabía, es encierros y novilladas, es ilusión de niños toreros. Da sentido a la vida de los aficionados y a la vida del toro, el más amado de los animales (con permiso de las mascotas que esperan castradas que les permitan orinar mientras mendigan la atención de los dueños que, a falta de un amor mejor, se retratan con el perro para mostrar la foto en san Valentín). El móvil es el mejor amigo del hombre, el perro es un animal doméstico, que vive castrado sin conocer jamás la vida silvestre. El toro es el animal mitológico que representa la leyenda.

Mientras la humanidad acorrala el hábitat de los animales silvestres construyendo ciudades, caminos, y fomentando cambios climáticos, la tauromaquia protege la ecología sostenible del campo bravo y salva la existencia de la raza y su bravura. Pero la inquisitorial animalista no entiende ni quiere entender que no hay razón alguna que convalide la violación de los derechos humanos. Las juventudes animalistas (no hay edad para celebrar la intolerancia ni la ingesta inapropiada de información demagógica) están en su punto más alarmante de frivolidad y holgazanería. Y el juego político, que ofrece a diario un lamentable espectáculo, menosprecia con demagogia la cuestión para rascar unos votos. No llueve a gusto de todos. Pero no se puede parar la lluvia y prohibirla resulta una necedad imperdonable, que no se justifica con desinformación rampante, con desprecio por la voluntad de las gentes y su derecho a la libertad, ni para engordar el caldo de puchero de la clase política que atropella flagrante el espíritu del pueblo. ¡Para variar!

Andrés Calamaro Massel

Señor Abad: más libros sí, más toros también.

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Ernest Hemingway y su gato. Nadie como él amó los animales.

Enardecido como está  -y como ha estado siempre por muchas razones-  el debate de los toros en el panorama de la actualidad nacional, se alza en medio de la discusión apasionante una expresión salida de una pluma bastante autorizada: “Más libros, menos toros”.  Nadie menos que el escritor Héctor Abad Faciolince, ahora muy en las bocas de los colombianos por el rotundo éxito de su libro La Oculta, es el autor de la máxima.

Estamos de acuerdo en que queremos más libros. Sí, los taurinos queremos más libros, los antitaurinos tal vez no, porque en general, salvo algunos excepcionales casos, los que gustamos de la tauromaquia gustamos también del arte precioso que es leer.  Será porque el mundo de la tauromaquia ocupa un lugar importante entre los amigos de la literatura, por lo que ambas realidades son bien hermanas y desde ningún punto de vista son antagónicas, contrarias, o enemigas.

Y la simple observación de la historia, incluso a vuelo de pájaro, nos da cuenta de ello: grandes escritores y prohombres de las letras y del humanismo no solo han escrito sobre las glorias de la tauromaquia, sino que son del mundo de las letras, al que pertenece Abad Faciolince.  Ni siquiera habría que nombrarlos, pero valga para el caso traer a colación nombres tan grandes como el del Nobel Vargas Llosa, o como nuestro finado García Márquez, Nobel también, quien curiosamente poco escribió sobre toros.  Ni qué decir del genio de Hemingway, que siendo hijo de un país que no tiene tradición taurina, fue taurino hasta la médula y dejó entre las grandes obras de la literatura universal dos –si no son más- grandes tesoros taurinos: Fiesta y Muerte en la tarde.

Del mundo maravilloso de las letras es también Federico García Lorca, a todas luces uno de los mayores literatos y ensayistas de la hispanidad contemporánea.  Del mismo modo los máximos exponentes de la poesía clásica del siglo XVI y del XVII como son Góngora y Quevedo mencionaron también, aunque más tímidamente, el tema del toreo; siendo conocido de Góngora un poema llamado El zurdo lanceador.

Un salto al siglo XIX nos conduce a la irrupción de la literatura taurina en las plumas prodigiosas de los poetas Duque Rivas y José Velarde, con sus poemas, respectivamente, Los toros y toros y cañas.  Imposible dejar de mencionar a poetas como José María del Valle Inclán o Gustavo Adolfo Bécquer.
Le ponen el pecho a la defensa de la tauromaquia los grandes de la Generación del 27: Dámaso Alonso, Vicente Aleixandre, Gerardo Diego, Rafael Alberti y el ya mencionado en particular García Lorca.

Pasando al ámbito de la Filosofía cabe destacar al taurófilo Ortega y Gasset, y más cercano a nosotros el profesor Fernando Savater. 

Francisco de Goya, uno de los más consagrados pintores taurófilos.

«Pedro Romero matando a toro parado» de Francisco de Goya, uno de los más consagrados artistas taurófilos.

¿A qué mencionar otras disciplinas como el arte, la pintura, la escultura, la música, el teatro y la danza, si en todos ellos pululan como brotes incesantes las muestras del amor al noble arte de torear? Tirso de Molina, Goya, Dalí, Botero, Picasso, y mil más.
Pues es gracias a las letras y a los libros que la tauromaquia ha podido difundirse por todo lugar.  Por tanto libros y toros no son antagónicos, la historia es evidente y así lo deja ver. Extraña que un grande del mundo literario ubique en dos esquinas del mismo cuadrilátero dos realidades que bien entremezcladas han estado entre sí, y que de hecho, no podrían reñir.

Sí, señor Héctor Abad: el mundo necesita más libros, necesita leer más.  Pero necesita también presenciar el arte de la lucha eterna entre la fuerza y la razón, entre la inteligencia y la fiereza, entre el ingenio y la bestialidad.  Vergüenza más bien no leer, o leer muy poco, contentarse con un insípido plan lector de escuela para luego ir en manada a atropellarse afuera de los cosos en las ferias taurinas del país a gritar arengas sin sentido, faltando del todo al respeto, además.

Qué pena pensar distinto a usted, señor escritor; pero circo deplorable de tortura no es el albero de una plaza: es un país aletargado en el que vale más la vida de un animal, ser irracional, que la de un niño inocente que es persona  aún en el vientre de su mamá. Y si la plaza de Cartagena se desmorona, como toda estructura terrenal, es porque tiene caducidad. Como tiene caducidad su casa, y la mía, y por más que no lo queramos el cuerpo que arrastramos los dos. Duele más ver desmoronarse la moral de una sociedad que ya ni es doble, ni será triple, sabrá Dios en qué múltiplo irá, que se duele y se rasga los vestidos ante una corrida de toros, pero a la que ya la corrupción, la maldad, la violencia real se le hizo natural.

Más libros, sí. Más toros, también.

El séptimo trabajo de Hércules

Hércules y el toro de Creta

Dentro de las muchas cosas que es deber estudiar en feliz época de Colegio creo que todos recordamos los cursos de filosofía. Una filosofía incipiente, que a escasas serían pinceladas de lo más ñoño en historia de la filosofía. Tal vez recordemos las unidades, o apartados o como se hayan llamado en los que nos hicieron leer fragmentos de la mitología griega, tan apasionante ella si es bien presentada.  Nombres como Electra, Esquilo, Edipo,  Clitemnestra, Sísifo y muchos otros tienen un lugar recóndito en el que reposan en nuestro intelecto.

Un personaje particular tiene una cierta relevancia: Hércules. Muy nombrado. La mitología griega nos enseñó que Hércules tuvo que ejecutar doce trabajos que le había impuesto el oráculo por el asesinato de su mujer y sus hijos. El séptimo de esos trabajos es capturar un toro salvaje que lanza fuego por la nariz y amedrenta a todos. Los rústicos creían que la aparición de la descomunal bestia era producto de un castigo de los dioses, así que respetan y le rinden culto al toro. Derrotado el animal que había humillado por tanto tiempo a los hombres, éstos no olvidan jamás la lección y desde entonces, de una u otra manera, se celebra el homenaje a la intrepidez e inteligencia del torero, como a la bravura y fuerza de la bestia, que es lo que se da actualmente en el trasfondo festivo de las corridas de toros.

Ahí una muestra, traída del pensamiento y del mito griego, que fundamenta la sempiterna acción que enfrenta al hombre y a la bestia, en este caso justamente la bestia astada: el toro.  Hoy, momento de esnobismos tristes y despersonalizantes que se riegan como pólvora haciendo que las mentes incautas caigan como moscas en miel, se condena la práctica taurina, el noble arte del toreo y se los considera, erradamente, crueldad y maltrato animal.   El hombre y el animal han convivido en el mundo en medio de luchas y tensas calmas, pues la historia atestigua que bien sea en su defensa o para procurarse alimento, vestido o tranquilidad, los hombres han tenido que enfrascarse en lides a pelo con toda clase de animales, y los han tenido que vencer para poder estar hoy aquí.  El hombre es el dueño de la razón, el animal no. Eso lo ha hecho sobrevivir, pero si la historia no fuera así, hoy no existiría nuestra raza: la tierra estaría poblada solo de seres irracionales que, a fuerza de sus características como animales, muy superiores a las nuestras, habrían exterminado el olor humano de la faz del orbe hace muchos siglos.

Que el hombre se encuentre en una lucha con una bestia es, entonces, tan natural como que haya que matarla en un matadero para que sus carnes lleguen a nuestra mesa.  Pero esa es una necesidad, dirían los que desconocen. Una corrida, ¿para qué si no para humillar al animal y burlarse de su suerte? Nunca. Nada más equivocado. Una corrida es para demostrar tanto la fiereza del toro como el ingenio del que lo lidia; para exaltar en una celebración festiva los valores de ambos: uno, los tiene por instinto, el otro por su razón; valores que pasan desde la destreza, el orden, la disciplina, el ingenio, la entereza y el arrojo.  Una corrida de toros es una representación artística, llena de bellos ritos, de lo que todos los días acontece: la sempiterna lucha entre la vida y la muerte, entre nuestros deseos y las dificultades que tenemos para conseguirlos. Por eso no es ninguna matanza, ni barbarie, ni crueldad; porque el toro de lidia existe para la lidia, así que amar al toro de lidia, es precisamente, lidiarlo. No es maltrato obtener de la gallina sus huevos, ni del caballo su velocidad, ni del buey su fuerza; ¿Por qué habría de serlo obtener del toro bravo su bravura?  El periodista Antonio Caballero sostiene una idea bastante lógica: todos los animales sufren a manos del hombre, y todos mueren a manos del hombre; pero el toro es el único que lo hace en franca pelea, siendo venerado, y dejando la lección admirable de su fuerza, y el respeto de la concurrencia a la plaza.

Pues nosotros tenemos la gracia, valorada por pocos (como todo lo que es bueno, fino y noble) de ser un país con tradición taurina. Ese rito de la confrontación del torero y el astado vino por el torrente sanguíneo de la España grande que sembró su cultura en nuestro Nuevo Mundo, trayendo la fe, y la lengua, pero también toros, vacas y  caballos. Desde entonces, el toreo y las corralejas se celebran por siglos de manera espontánea en casi toda Hispanoamérica. En Santa Fe de Bogotá, durante la época de la Colonia y avanzada después la era republicana, en los barrios se daban becerradas y corridas. En las fiestas populares se disfrazaba una persona de toro y otros lo capoteaban. Con corridas se celebraban las fiestas religiosas, el nombramiento de las autoridades, la consagración de los obispos, el matrimonio de las hijas de los nobles, la ascensión al trono del rey o del papa, cuando incluso muchos reyes y papas hayan prohibido en otros tiempos el toreo.  Tan natural ha sido en nuestro medio asistir a la plaza, esperar la temporada, escuchar pasodobles… que con extrañeza hoy asistimos a un espectáculo dramático y poco comprensible: el de la rareza con la que miran al que dice «voy para toros» o el automático (e irracional) cambio de estado de ánimo del sosiego a la ira porque simplemente se enteran de que alguien es taurino.

En la actualidad un sector de la población está a favor de las corridas y otro se opone, lo que indica que se debe respetar el rito taurino y los que están en contra abstenerse de asistir a las mismas. Es simple. Es igual que el fútbol. Los que están en contra por la evidente y alarmante violencia que se experimenta entre los hinchas, no hacen marchas para prohibirlo o cerrar estadios, ni se plantan afuera de los mismos a gritar vulgaridades, simplemente se abstienen.  Eso es lo que se debe dar en una sociedad multicultural en la que una parte admira el valor del torero, puesto que allí se aprende a ver de frente al toro y jugarse la vida.  Es esa una perfecta metáfora de la existencia.  Una sociedad enferma es la que da el lugar de las personas a la de los animales, y el de los animales a las personas, por eso para los taurinos, en general gentes de bien, jamás será ni comprensible ni aceptable que muchos apoyen el aborto o la eutanasia, pero se rasguen los vestidos por el sacrificio de un toro. ¿Qué moral es esa?  El top de una sociedad que afirma a rajatabla que hay que abandonar ya tradiciones crueles y violentas, es cruel y violenta con una minoría que aprecia el antiguo arte del toreo, pero defiende los supuestos derechos de otras minorías cuyas peticiones y reclamos habría que revisar. ¿Coherencia? Ese afán prohibicionista es enfermedad, no hay otro modo de llamarlo.  Gozan como asesinos y psicópatas cuando en las plazas hay accidentes y los toreros salen malheridos, (vergonzoso y escandaloso) pero lloran la muerte de un ser irracional ¿Quiénes son los bárbaros entonces?  

En fin, como diría Ignacio Sánchez Mejías, en medio de la querella ideológica, subyace una verdad: «El mundo entero es una enorme plaza de toros, donde, el que no torea, embiste. Esto es todo. Dos inmensos bandos: manadas de toros y muchedumbres de toreros, y en consecuencia, es la lucha por nuestra propia vida la que nos obliga a torear».