Actualmente hay temas en los que la Iglesia no se pronuncia, y que resultan ser inadmisibles para algunas personas desde el punto de vista moral e incluso religioso, solo por el hecho de que a cada quien así le parece. Al margen de algunas generalidades, no existen posiciones formales de la jerarquía católica que condenen conductas concretas que a muchos nos parecen éticamente inaceptables, similares a las que sí existen para temas como el aborto, el uso del preservativo o el matrimonio homosexual, por ejemplo. Cualquier médico que practique un aborto se sabe excomulgado y aquel que use un preservativo es consciente de estar poniendo en peligro su salvación.
Sin embargo, ha habido momentos de la Historia en los que la Iglesia ha hablado de forma clara sobre ciertos temas. Uno de estos temas es la tauromaquia, una fiesta ancestral de la Europa mediterránea, que se mantiene en España y el sur de Francia, y en los países que en América tienen arraigo taurino desde siempre. Lo que sí es cierto es que la liturgia que rodea esta fiesta está indisolublemente unida a la práctica religiosa, y entre sus adeptos más fervientes destacan muchos pro-hombres de la política y la empresa, pero también representantes eclesiales, y católicos practicantes en general sin distingo de su posición económica o social. Es frecuente ver en una corrida al cura del pueblo, y al capellán de la plaza incluso, pues lo tienen. También al de derecha y al de izquierda, al rico y al pobre, al mendigo y al ilustrado. La tauromaquia no es propiedad exclusiva de ningún grupo social.
Hoy muchas personas tienen la errada idea de que la Iglesia se opone a las corridas de toros y que las condena, echando mano del único documento eclesial que explícitamente lo hace. Es la Bula “De Salutis Gregis Domininci”, dada en Roma en el año de 1567, por el Papa San Pío V.
Veamos algunos puntos de la Bula:
- «Nos, considerando que esos espectáculos en que se corren toros y fieras en el circo o en la plaza pública no tienen nada que ver con la piedad y caridad cristiana, y queriendo abolir tales espectáculos cruentos y vergonzosos, propios no de hombres sino del demonio, y proveer a la salvación de las almas, en la medida de nuestras posibilidades con la ayuda de Dios, prohibimos terminantemente por esta nuestra Constitución, que estará vigente perpetuamente, bajo pena de excomunión y de anatema en que se incurrirá por el hecho mismo (ipso facto), que todos y cada uno de los príncipes cristianos, cualquiera que sea la dignidad de que estén revestidos, sea eclesiástica o civil, incluso imperial o real o de cualquier otra clase, cualquiera que sea el nombre con el que se los designe o cualquiera que sea su comunidad o estado, permitan la celebración de esos espectáculos en que se corren toros y otras fieras en sus provincias, ciudades, territorios, plazas fuertes, y lugares donde se lleven a cabo.
Prohibimos, asimismo, que los soldados y cualesquiera otras personas osen enfrentarse con toros u otras fieras en los citados espectáculos, sea a pie o a caballo. - Y si alguno de ellos muriere allí, no se le dé sepultura eclesiástica.
- Del mismo modo, prohibimos bajo pena de excomunión, que los clérigos, tanto regulares como seculares, que tengan un beneficio eclesiástico o hayan recibido órdenes sagradas tomen parte en esos espectáculos».
Pues parece meridianamente claro: una bula que considera que los espectáculos en que se corren toros nada tienen que ver con la piedad y la caridad cristianas, y “queriendo abolir tales espectáculos cruentos y vergonzosos, propios no del hombre sino del demonio”, prohíbe terminantemente la celebración de tales espectáculos, bajo la pena de excomunión y anatema, muy especialmente para los clérigos.
La historia posteriormente se seguiría escribiendo, pues el Papa Pío V, muy santo y todo, tendría que pasar y el mundo seguiría su curso. Si las disposiciones de un Papa tuvieran que mantenerse literalmente a perpetuidad y no pudieran ser, bajo ninguna circunstancia, reformadas, derogadas o transformadas por otros posteriores o por la autoridad de la Iglesia en un Concilio, el mundo y la vida serían hoy muy distintos. Pongamos solo un ejemplo, con el mismo Pío V: la misa. Pío V estableció la forma de celebrar la eucaristía en el siglo XVI, y así lo firmó «a perpetuidad», y ya vemos, que hoy además de que ni de lejos se celebra la misa tal como él lo estableció (en latín, con más ritos, más larga, mirando hacia el sagrario) casi que ni se puede celebrar así. Los tiempos cambian. Los Papas también, y por supuesto sus disposiciones.
En ese contexto, entonces, aparece luego el Papa Gregorio XIII para derogar lo dispuesto anteriormente por Pío , en la breve bula llamada Exponi nobis de 1575. En ella el Papa Gregorio, a petición del Rey Felipe II, absuelve el espectáculo taurino, y permite a los fieles laicos participar de las corridas de toros, pero no a los clérigos. Pide también allí que las corridas no se celebren en festividades religiosas.
El numeral 2 de la mencionada encíclica, dice:
Nos, accediendo a las súplicas del Rey Felipe, humildemente presentadas, por nuestra autoridad apostólica, a tenor de las presentes, suprimimos y dejamos sin efecto las penas de excomunión y anatema y entredicho, así como otras condenas y censuras contenidas en la Constitución de nuestro predecesor Pío, en los citados Reinos de Españas, pero solamente en cuanto a los laicos y a los hermanos militares, con tal que los mencionados hermanos militares no hayan recibido alguna de las Sagradas Órdenes y no se celebren corridas de toros en días de fiesta; sin que obsten cualesquiera normas anteriores contrarias a ésta, siempre que se hubiesen tomado, además, por aquellos a quienes competa, las correspondientes medidas a fin de evitar, en lo posible, cualquier muerte.
Dado en Roma, junto a San Pedro, bajo el Anillo del Pescador, el 25 de agosto de 1575, IV año de nuestro pontificado.
La prohibición de asistencia de los clérigos a las corridas vuelve a recapitularse en el código de Derecho Canónico, canon 140; y en el código vigente, canon 285, quedando pocas dudas de su alcance respecto a los espectáculos donde los animales sufren crueles maltratos.
Si nos apartamos un poco del legalismo de las bulas y los pronunciamientos papales autorizados, y atendemos a la práctica común en la Iglesia hoy, está claro que el respeto por la vida es la primera de las consignas de la moral cristiana; pero en orden a la dignidad humana y lejos de caer en el enfermizo pensamiento que equipara la vida animal con la humana. Eso no significa que podamos hacer con los animales y con la natualeza lo que queramos: los creyentes tenemos una responsabilidad moral de preservar y salvaguardar el medio ambiente, pero dentro de los límites de la razón natural. En la armonía querida y diseñada por Dios para el universo está que los hombres seamos superiores a los animales, y debamos valernos de ellos para nuestro sustento. La corrida de toros termina con el sacrificio ritual del astado, cuya carne se destina al consumo humano como cualquiera otra carne de bovino, teniendo presente además que el toro de lidia es cuidado en el campo con sumo esmero y muere ritualmente en la plaza peleando.
Juan Pablo II recibió en audiencia a Jesulín de Ubrique, un torero español, en una divertida anéctoda:
Y san Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei, compara la cercanía con Dios con el trato que el torero tiene que tener con el toro.
De tal modo que nadie puede cuestionar la moral de los que siendo católicos que intentamos buscar a Dios, vamos a la fiesta de los toros. No confundan el mandato de respeto por la vida con el gusto (o disgusto, más bien) por las corridas, porque en ningún momento están consideradas como falta a alguno de los mandamientos de Dios, ni a la moral, ni a nada. Hasta que no haya un pronunciamiento formal al respecto por parte de la autoridad de la Iglesia, nada tiene que ver la afición taurina con el seguimiento o no de la enseñanza moral, doctrinal y magisterial de la Iglesia.