«La historia (es): testigo de los tiempos, luz de la verdad, vida de la memoria, maestra de la vida, testigo de la antigüedad» (Marco Tulio Cicerón) [1].
Miramos con confiada esperanza esta hora dramática de Colombia y, desde nuestra misión de ser testigos de la historia y lectores del misterio de las acciones humanas, queremos ofrecer una luz, pues es esta también nuestra misión, en calidad de bautizados comprometidos, clérigos, consagrados y laicos que saben de su misión en la Iglesia.
La Academia Colombiana de Historia no puede pensar que es una presunción ofrecer este aporte. La Misión de la Academia es ser un areópago que advierte sobre los hechos históricos, “para que purifique lo que se haya corrompido en la República; que acuse la ingratitud, el egoísmo, la frialdad….” Tal como se enseñaba en los tiempos del que la tradición cristiana conoce como Obispo y orador ateniense, Dionisio Areopagita (S.I), cuando “estuvo en declive el amor a la patria y tomó proporciones la corrupción, la negligencia de los ciudadanos, la confusión de los principios y el debilitamiento de las instituciones” [2]. Acaso, ¿nada que ver con nuestro infortunio de colombianos?
Trascendemos el papel de una Academia que como la nuestra posee pertinencias en lo que nos corresponde: la paz, es un tema que nos compete como ciudadanos y como gente de Iglesia. Somos sujetos activos de ella.
En nuestro cometido, interesa interpretar aquello que desde la Iglesia, concretamente desde el episcopado ha de clarificarse y desde donde es posible intervenir.
Aquí está nuestra lectura:
- COLOMBIA DIVIDIDA
En Colombia se debaten en orden a la paz dos posiciones dialécticas: “Paz a todo trance”, “Paz pero no impune”, donde se ha involucrado a toda la población a tomar partido y estos se han encontrado en una u otra posición.
¿Dónde está lo correcto?, ¿dónde está la verdad? La verdad es en tal contexto, como visión estrábica: nos esquiva cuando se quiere justificar por “paz” un artificio de tecnicismo jurídico relacionado con justicia y paz transicional, a modo de fórmula para abordar un conflicto engorroso entre el Estado y quienes vienen fracturando el Estado de derecho, el orden institucional, y por más de 50 años vienen cometiendo delitos de lesa humanidad y empujando en la población esa sensación y experiencia histórica de humillados y ofendidos. Este efecto mismo polariza a bastantes para reclamar justicia, o para que la paz se logre en un simple acuerdo de intereses.
La verdad nos interpela, no para eludirla sino, y por ello mismo, para persistir en conocerla y en seguirla. Pero… la verdad raramente es grata; a menudo es amarga, y algunos en la actualidad, en los medios, en las redes y desde el Gobierno, quieren hacernos pensar que, en aras de un propósito, debemos literalmente tragarnos los horrores o digerir, sin poderlo, actitudes en las que no aparece lo esencial en la búsqueda de la reconciliación: el reconocimiento de los errores, la petición valerosa y a la vez humilde de perdón y la espera confiada, pero urgente, de que el ofendido deje que se arranque de su corazón la semilla de la venganza, para que surja con toda su transparencia la misericordia que no excluye el ejercicio de la justicia acompañada por la verdad.
¿A qué verdad se apunta en esta posición? ¿A la paz? ¡Indudablemente, todos la queremos! ¡A la justicia, sí! Pero no será inmediata, es obvio. ¿Qué camino nuevo señalar? El que la jerarquía eclesiástica ha de mostrar, de suerte que ofreciendo precisiones éticas a la política, e indicando al pueblo sus deberes y derechos, se genere un compromiso serio y decidido de todos que trunque definitivamente la confusión y el dilema que de ello proviene.
¿Que podríamos hacer?
Tomar partido por uno o por otro contendor sería nefasto. Sería incidir en la división, la ruptura que conlleva el peligro de múltiples desastres para todos nosotros, según la antigua verdad de que un Reino –en este caso, Colombia- divido contra sí mismo, no puede subsistir.
No podremos repetir la triste historia de aquellos tiempos cuando una opción determinada de algunos pastores, generó una caótica confusión que no hizo otra cosa que provocar el desastre, matriculando a la Iglesia en uno u otro bando evidenciando lo peor, la desunión que desarticula el legado del Evangelio y la más amada voluntad de Cristo: “que todos sean uno” (cfr. Juan 17).
Sucede con los problemas sociales como cuando los artistas plasman en el lienzo escorzos o distorsiones de lo inmediato, de los detalles, mientras con brochazos impresionistas diluyen el horizonte. Los bordes en el tema de la paz son, en la polémica, verdaderas distorsiones en cuya magnificación hemos encallado; pero el fondo de los mismos sigue sin ser visionado, hemos frenado en el enredo. Por ello precisamos que la Iglesia, experta en humanidad y conocedora como ninguna del corazón humano, hale el cabo del ovillo para salir del laberinto, y que cual faro alumbre oscuridades, y desentrañe confusiones, porque es una institución con experiencia histórica, la que aún, entre luces y sombras, y muchas veces con cuotas gloriosas de martirio, ha logrado ser creíble, con una credibilidad lograda, porque la Iglesia es madre y sabe perfectamente, antes que ninguno y con mayor certeza qué le duele, dónde le duele y cómo le duele el alma a sus hijos.
Para la reflexión de la Conferencia Episcopal, este posicionamiento aporta la urgencia de reemprender por la Patria, la restauración del coraje, de la dignidad.
- LA UNIDAD, UN CAMINO POR REEMPRENDER
Desde esta Academia se sugiere poner un poco en el estante el tema de la paz y la justicia, que por insistente se ha embrollado, para comprometernos como Iglesia en el fondo del desastre: la Colombia dividida que se reparte, entre jirones de opinión, los reclamos y despojos por justicia y paz.
Sea la oferta eclesial la participación decidida por construir la UNIDAD DE COLOMBIA desde su propio ámbito, que constituye su esencia; ese deber que desde tiempos del profeta Amós (Amós 9, 11) sigue siendo necesidad recurrente: «En aquel día levantaré la choza caída de David; repararé sus grietas, restauraré sus ruinas y la reconstruiré tal como era en días pasados”.
Es desde la unidad como se reconstruye. He ahí el protagonismo eclesial. Así que como el pueblo helénico fue experto en la especulación filosófica, la Iglesia -como el pueblo hebreo– posee por vocación, misión e institución que proceden del mismo Señor de la Historia y del dueño de la vida y de la paz, la sensibilidad y aptitud especial para lo religioso, para la unidad.
La Iglesia del Evangelio no especula la justicia como eslabón para cerrar la brecha entre ricos y pobres, arrogándose el decir: “somos la Iglesia de los pobres” –este decir es ya un factor de división; somos la Iglesia UNA, que promete la paz, pero a todos, mejor dicho, a los que tienen la mejor voluntad para obtenerla (Lucas 2, 14), como lo dice proféticamente el glorioso anuncio de la llegada del Mesías, Señor de la Paz.
Lejos estamos de desear una Iglesia jerárquica que se arrodilla ante los poderosos, o que medra ante el populismo que sesga el concepto pobreza, manipulando su sentido, amañado, tendencioso, sofístico, que solapa en subterfugios de “pobreza” aviesos intereses de un lucha libertaria arraigada en el estilo del Manifiesto Comunista, en los movimientos anarquistas y en las utopías decimonónicas que, hacia el siglo XX, identificaron dos potencias mundiales, cada una de ellas capaz de destruir enteramente a la otra.
Incluso tendríamos que leer con decidida honestidad las constantes y luminosas invitaciones del Papa Francisco y de sus más recientes predecesores, el beato Pablo VI, San Juan Pablo II y el Papa Benedicto, a mirar a los pobres no como objeto de compasión ni como utilísimos recursos argumentativos, sino más bien como quienes esperan de todos una verdadera redención que ni los manipule ni los reduzca ni los haga esclavos útiles de ideologías que, finalmente, nunca redimieron a nadie y que sólo sembraron muerte, violencia, venganza y resentimiento.
Sin embargo, la comprensión de esta división a menudo está limitada a la concepción política, a la ilusión de que el peligro puede ser conjurado mediante negociaciones inteligentes, exitosas, o por un belicoso puje de fuerzas armadas.
Paz a toda vela, paz pero no impune. En ese lío no es posible estar. La Iglesia descubre la inconsistencia de semejante disyuntiva que el Gobierno nacional insiste en posicionar en un plebiscito donde se espera apabullante resultado del sí, porque nadie se niega a la paz, pero se le endilgará a los otros el remoquete de enemigos de la paz, y así como dice Calderón de la Barca en la vida es sueño por boca del padre de Segismundo: “En batallas tales, los que ganan son leales, los vencidos los traidores”[3]. La Iglesia desdice tal conclusión. La Iglesia, juega, juega y porfiadamente le apuesta a la paz que emana de la unidad.
Lo hace porque es, simplemente, revelación divina, porque esta opción es del mismísimo Jesús: “la paz les dejo, mi paz les doy”… (Juan 14, 27), “que todos sean uno…para que el mundo crea” (cfr. Juan 17,21)
Desde ese podio hablará la Iglesia, será voz autorizada ante el presente y memoria para la historia; desde allí será onda de los sin voz, desde allí se compromete por los secuestrados, desde allí denunciará la injusticia de los opresores – de tan variadas y dramáticas coloraturas – desde allí le dirá a los gobiernos de turno que la Iglesia no es sectaria, ni tímida ni cobarde, ni áulica, que su empeño es de alta humanidad: hablando, sufriendo y solidarizándose en esa verdad de una Colombia unida. Desde ahí recordará a los poderes públicos la responsabilidad de sus desempeños.
El momento de la unidad se acelera, mejor dicho, ha llegado. Ha de surgir, se ha de replantear esa innovadora manera de pensar que emana del Evangelio, del factor humanidad, por lo que según ambos referentes, el ser humano es digno no porque como Pueblo de Dios sea pobre sociológicamente, o porque los defectos de la vida resultan causados por sistemas sociales descarriados que, por consiguiente, deben ser corregidos, o clausurados, aunque ese prodigio no lo ha logrado aún ningún pueblo ni prohombre en la historia.
San Juan Pablo II, en su histórica visita a Colombia hace treinta años, supo leer nuestra realidad y supo ofrecer una respuesta coherente, clara, decidida, sabia:
“Tenéis también el mayor tesoro, la mayor riqueza que puede tener un pueblo: los sólidos valores cristianos arraigados en vuestro pueblo y en vosotros mismos, que es preciso reavivar, rescatar y tutelar. Valores profundos de respeto a la vida, al hombre; valores de generosidad y solidaridad; valores de capacidad de diálogo y búsqueda activa del bien común. Son como resortes que sabéis tensar en momentos de especial peligro, o cuando las calamidades por desastres telúricos os han golpeado.
¡Cómo se siente, en tales momentos, la fuerza de la fraternidad! ¡Cómo se dejan de lado otros intereses para acudir a la necesidad del hermano!
Si en momentos de especial gravedad sabéis poner en acto esas reservas humanas y espirituales, quiere decir que lo único que necesitáis son motivaciones fuertes para hacer lo mismo con la tarea menos espectacular, pero no menos urgente de reconstruir y hacer más próspera y más justa vuestra nación.
…Cada vez que os crucéis con un conciudadano vuestro, pobre o necesitado, si le miráis de verdad, con los ojos de la fe, veréis en él la imagen de Dios, veréis a Cristo, veréis un templo del Espíritu Santo y caeréis en la cuenta de que lo que habéis hecho con él lo habéis hecho con el mismo Cristo. El Evangelista San Mateo pone estas palabras en boca del Señor: “En verdad os digo que cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mi hermanos menores, a mí me lo hicisteis” (Mt 25,40)[4].
En La historia universal de la infamia (como titula una obra de Borges) continuará, qué duda cabe, la injusticia, tanto la siniestra como la diestra u oficial estará al orden del día; pero la Iglesia enhiesta seguirá empeñada a fondo por la unidad tan lejana y tan soñada, que nos ha sido esquiva; disgregados y divididos nos hemos enfrentado en las variadas luchas civiles, las cuales han concluido con tratados de “por lo pronto”, amainando la racha, más no concitando la voluntad de cambio o de restauración nacional.
Que lo sepamos los de dentro que somos duros críticos, que lo sepan los de fuera, que la lealtad de la Iglesia es a Jesucristo que vino por todos nosotros en el esplendor de su verdad y su misericordia, que defendió al humilde pero visitó también a los solventes, y a todos honró con su presencia.
No identifique nadie la posición del Evangelio con los aires de una ideología. La Iglesia de la unidad es profética simultáneamente, y en ese encuadre, la justicia, la paz y la misericordia de Dios, prudentemente entreveradas, representan los ingredientes teológicos principales en sus oráculos.
Nos ayude simplemente evocar la memoria de las palabras de San Juan Pablo II en la ya citada visita a Colombia, cuando nos trazó un camino que, lamentablemente no hemos podido recorrer:
“La Iglesia, que tiene confianza en vosotros y que os pide seáis los artífices de la construcción de una sociedad más justa, os invita a reflexionar conmigo sobre estos temas de tanta trascendencia. Se trata de una sociedad en donde la laboriosidad, la honestidad, el espíritu de participación en todos los órdenes y niveles, la actuación de la justicia y la caridad, sean una realidad.
Una sociedad que lleve el sello de los valores cristianos como el más fuerte factor de cohesión social y la mejor garantía de su futuro. Una convivencia armoniosa que elimine las barreras opuestas a la integración nacional y constituya el marco del desarrollo del país y del progreso del hombre.
Una sociedad donde sean tutelados y preservados los derechos fundamentales de la persona, las libertades civiles y los derechos sociales, con plena libertad y responsabilidad, y en la que todos se emulen en el noble servicio del país, realizando así su vocación humana y cristiana… Una sociedad que camine en un ambiente de paz, de concordia en la que la violencia y el terrorismo no extiendan su trágico y macabro imperio y las injusticias y desigualdades no lleven a la desesperación a importantes sectores de la población y les induzcan a comportamientos que desgarren el tejido social.
Un país, donde la juventud y la niñez puedan formarse en una atmósfera limpia, en la que el alma noble de Colombia, iluminada por el Evangelio, pueda brillar en todo su esplendor. Hacia todo esto, que podemos llamar civilización del amor (cf. Puebla, 8), han de converger más y más vuestras miradas y propósitos”[5].
Quede, entonces, que esta Academia Colombiana de Historia Eclesiástica sólo quiere ofrecer una luz, pero también sépase que nuestra misión como testigos de la Historia, tiene que ser profética para que Colombia, con la luz de María, la Madre fiel del Príncipe de la Paz, con la fuerza de sus santos y sobre todo de sus mártires, alcance la paz que es unidad y justicia, reconciliación y esperanza cumplida en la fe y en la caridad.
Academia Colombiana de Historia Eclesiástica
Medellín, Junio 23 de 2016.
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NOTAS
[1] “Historia vero testis temporum, lux veritatis, vita memoriae, magistra vitae, nuntia vetustatis”, Marco Tulio Cicerón, De Oratore [55 a. C.], II, 36 .
[2] Bolivar citó en el Discurso del Congreso de Angostura (1919) este párrafo, al referirse a la Educación, inspirado en las enseñanzas de los tiempos de Dionisio el Aeropagita.
[3] Calderón de la Barca: La vida es sueño: Jornada tercera. Parte IV
[4] San Juan Pablo II. Viaje Apostólico a Colombia. Discurso en la Casa de Nariño. Julio 1 de 1986.
[5] San Juan Pablo II. Viaje Apostólico a Colombia. Discurso en la Casa de Nariño. Julio 1 de 1986