Posición de la Academia Colombiana de Historia Eclesiástica ante el proceso de paz y la realidad de Colombia

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«La historia (es): testigo de los tiempos, luz de la verdad, vida de la memoria, maestra de la vida, testigo de la antigüedad» (Marco Tulio Cicerón) [1].

Miramos con confiada esperanza esta hora dramática de Colombia y, desde nuestra misión de ser testigos de la historia y lectores del misterio de las acciones humanas, queremos ofrecer una luz, pues es esta también nuestra misión, en calidad de bautizados comprometidos, clérigos, consagrados y laicos que saben de su misión en la Iglesia.

La Academia Colombiana de Historia no puede pensar que es una presunción ofrecer este aporte. La Misión de la Academia es ser un areópago que advierte sobre los hechos históricos,  “para que purifique lo que se haya corrompido en la República; que acuse la ingratitud, el egoísmo, la frialdad….” Tal como se enseñaba en los tiempos del que la tradición cristiana conoce como Obispo y orador ateniense, Dionisio Areopagita (S.I), cuando “estuvo en declive el amor a la patria y tomó proporciones la corrupción, la negligencia de los ciudadanos, la confusión de los principios y el debilitamiento de las instituciones” [2]. Acaso, ¿nada que ver con nuestro infortunio de colombianos?

Trascendemos el papel de una Academia que como la nuestra posee pertinencias en lo que nos corresponde: la paz, es un tema que nos compete como ciudadanos y como gente de Iglesia. Somos sujetos activos de ella.

En nuestro cometido, interesa interpretar aquello que desde la Iglesia, concretamente desde el episcopado ha de clarificarse y desde donde es posible intervenir.

Aquí está nuestra lectura:

  1. COLOMBIA DIVIDIDA

En Colombia se debaten en orden a la paz dos posiciones dialécticas: “Paz a todo trance”, “Paz pero no impune”, donde se ha  involucrado a toda la población a tomar partido y estos se han encontrado en una u otra posición.

¿Dónde está lo correcto?, ¿dónde está la verdad? La verdad es en tal contexto, como visión estrábica: nos esquiva cuando se quiere justificar por “paz” un  artificio de tecnicismo jurídico relacionado con justicia y paz transicional, a modo de fórmula para abordar un conflicto engorroso entre el Estado y quienes vienen fracturando el Estado de derecho, el orden institucional, y por más de 50 años vienen cometiendo delitos de lesa humanidad y empujando en la población esa sensación y experiencia histórica de humillados y ofendidos. Este efecto mismo polariza a bastantes para reclamar justicia, o para que la paz se logre en un  simple acuerdo de intereses.

La verdad nos interpela, no para eludirla sino, y por ello mismo, para persistir en conocerla y en seguirla. Pero… la verdad raramente es grata; a menudo es amarga, y algunos en la actualidad, en los medios, en las redes y desde el Gobierno, quieren hacernos pensar que, en aras de un propósito, debemos literalmente tragarnos los horrores o digerir, sin poderlo, actitudes en las que no aparece lo esencial en la búsqueda de la reconciliación: el reconocimiento de los errores, la petición valerosa y a la vez humilde de perdón y la espera confiada, pero urgente,  de que el ofendido deje que se arranque de su corazón la semilla de la venganza,  para que surja con toda su transparencia la misericordia que no excluye el ejercicio de la justicia acompañada por la verdad.

¿A qué verdad se apunta en esta posición? ¿A la paz? ¡Indudablemente, todos la queremos! ¡A la justicia, sí! Pero no será inmediata, es obvio. ¿Qué camino nuevo señalar?  El que  la jerarquía eclesiástica ha de mostrar, de suerte que ofreciendo precisiones éticas a la política, e indicando al pueblo sus deberes y derechos,  se genere un compromiso serio y decidido de todos  que trunque definitivamente la confusión y el dilema que de ello proviene.

¿Que podríamos hacer?

Tomar partido por uno o por otro contendor sería nefasto.  Sería incidir en la división, la ruptura que conlleva el peligro de múltiples desastres para todos nosotros, según la antigua verdad de que un Reino –en este caso, Colombia- divido contra sí mismo, no puede subsistir.

No podremos repetir la triste historia de aquellos tiempos cuando una opción determinada de algunos pastores,  generó una caótica confusión que no hizo otra cosa que provocar el desastre, matriculando a la Iglesia en uno u otro bando evidenciando lo peor, la desunión que desarticula el legado del Evangelio y la más amada voluntad de Cristo: “que todos sean uno” (cfr. Juan 17).

Sucede con los problemas sociales como cuando los artistas  plasman en el lienzo escorzos o distorsiones de lo inmediato, de los detalles, mientras con brochazos impresionistas  diluyen  el horizonte. Los bordes en el tema de la paz son, en la polémica, verdaderas distorsiones en cuya magnificación hemos encallado; pero el fondo de los mismos sigue sin ser visionado, hemos frenado en el enredo.  Por ello precisamos que la Iglesia, experta en humanidad y conocedora como ninguna del corazón humano,  hale el cabo del ovillo para salir del laberinto, y  que cual  faro alumbre oscuridades, y  desentrañe  confusiones, porque es   una institución con experiencia histórica,  la que aún,  entre luces y sombras, y muchas veces con cuotas gloriosas de martirio,  ha logrado ser creíble, con una credibilidad lograda, porque la Iglesia es madre y sabe perfectamente, antes que ninguno y con mayor certeza qué le duele, dónde le duele y cómo le duele el alma a sus hijos.

Para la reflexión de la Conferencia Episcopal, este posicionamiento aporta la urgencia de reemprender por la Patria, la restauración del coraje, de la dignidad.

  1. LA UNIDAD, UN CAMINO POR REEMPRENDER

Desde esta Academia se sugiere poner un poco en el estante el tema de la paz y la justicia, que por insistente se ha embrollado, para comprometernos como Iglesia en el fondo del desastre: la Colombia dividida que se reparte, entre jirones de opinión, los reclamos y despojos por justicia y paz.

Sea la oferta eclesial  la  participación decidida por construir la UNIDAD  DE COLOMBIA desde su propio ámbito, que constituye su esencia; ese deber que desde tiempos del profeta Amós (Amós 9, 11) sigue siendo necesidad recurrente: «En aquel día levantaré la choza caída de David; repararé sus grietas, restauraré sus ruinas y la reconstruiré tal como era en días pasados”.

Es desde la unidad como se reconstruye. He ahí el protagonismo eclesial. Así que como el pueblo helénico fue experto en la especulación filosófica, la Iglesia -como el pueblo hebreo– posee por vocación, misión e institución que proceden del mismo Señor de la Historia y del dueño de la vida y de la paz, la sensibilidad y aptitud especial para lo religioso, para la unidad. 

La Iglesia del Evangelio no especula la justicia como eslabón para cerrar la brecha  entre  ricos y pobres, arrogándose el decir: “somos la Iglesia de los pobres” –este decir es ya un factor de división;  somos la Iglesia UNA, que promete la paz, pero a todos, mejor dicho, a los que tienen la mejor voluntad para obtenerla (Lucas  2, 14), como lo dice proféticamente  el glorioso anuncio de la llegada del Mesías, Señor de la Paz.

Lejos estamos de desear una Iglesia jerárquica que se arrodilla ante los poderosos, o que medra ante el populismo que sesga el concepto pobreza, manipulando su sentido, amañado, tendencioso, sofístico, que solapa en  subterfugios de “pobreza” aviesos intereses de un lucha libertaria arraigada en el estilo del Manifiesto Comunista, en los movimientos anarquistas y en las utopías decimonónicas que, hacia el siglo XX, identificaron dos potencias mundiales, cada una de ellas capaz de destruir enteramente a la otra.

Incluso tendríamos que leer con decidida honestidad las constantes y luminosas invitaciones del Papa Francisco y de sus más recientes predecesores, el beato Pablo VI, San Juan Pablo II y el Papa Benedicto,  a mirar a los pobres no como objeto de compasión ni como utilísimos recursos argumentativos, sino más bien como quienes esperan de todos una verdadera redención que ni los manipule ni los reduzca ni los haga esclavos útiles de ideologías que, finalmente, nunca redimieron a nadie y que sólo sembraron muerte, violencia, venganza y resentimiento.

Sin embargo, la comprensión de esta división a menudo está limitada a la concepción política, a la ilusión de que el peligro puede ser conjurado mediante negociaciones inteligentes,  exitosas,  o por un belicoso puje de fuerzas armadas. 

Paz a toda vela, paz pero no impune. En ese lío no es posible estar. La Iglesia descubre la inconsistencia de semejante disyuntiva que el Gobierno nacional insiste en posicionar en un plebiscito donde se espera apabullante resultado del sí, porque nadie se niega a la paz, pero se le endilgará a los otros el remoquete de enemigos de la paz, y así como dice Calderón de la Barca en la vida es sueño por boca del padre de Segismundo: “En batallas tales, los que ganan son leales, los vencidos los traidores”[3]. La Iglesia desdice  tal conclusión. La Iglesia, juega, juega y porfiadamente le apuesta a la paz que emana de la unidad.

Lo hace porque es, simplemente, revelación divina, porque esta opción es del mismísimo Jesús: “la paz les dejo, mi paz les doy”… (Juan 14, 27), “que todos sean uno…para que el mundo crea” (cfr. Juan 17,21)

Desde ese podio hablará la Iglesia, será voz autorizada ante el presente y memoria para la historia; desde allí será onda de los sin voz, desde allí se compromete por los secuestrados, desde allí denunciará la injusticia de los opresores – de tan variadas y dramáticas coloraturas – desde allí le dirá a los gobiernos de turno que la Iglesia no es sectaria, ni tímida ni cobarde, ni áulica, que su empeño es de alta humanidad: hablando, sufriendo y solidarizándose en esa verdad de una Colombia unida. Desde ahí recordará a los poderes públicos la responsabilidad de sus desempeños.

El momento  de la unidad  se acelera, mejor dicho, ha llegado. Ha de surgir, se ha de replantear esa innovadora manera de pensar que emana del Evangelio, del factor humanidad, por lo que según ambos referentes, el ser humano es digno no porque  como Pueblo de Dios sea pobre sociológicamente, o porque los defectos de la vida resultan causados por sistemas sociales descarriados que, por consiguiente, deben ser corregidos, o clausurados, aunque ese prodigio no lo ha logrado aún ningún pueblo ni prohombre  en la historia.

San Juan Pablo II, en su histórica visita a Colombia hace treinta años, supo leer nuestra realidad y supo ofrecer una respuesta coherente, clara, decidida, sabia:

“Tenéis también el mayor tesoro, la mayor riqueza que puede tener un pueblo: los sólidos valores cristianos arraigados en vuestro pueblo y en vosotros mismos, que es preciso reavivar, rescatar y tutelar. Valores profundos de respeto a la vida, al hombre; valores de generosidad y solidaridad; valores de capacidad de diálogo y búsqueda activa del bien común. Son como resortes que sabéis tensar en momentos de especial peligro, o cuando las calamidades por desastres telúricos os han golpeado.

¡Cómo se siente, en tales momentos, la fuerza de la fraternidad! ¡Cómo se dejan de lado otros intereses para acudir a la necesidad del hermano!

Si en momentos de especial gravedad sabéis poner en acto esas reservas humanas y espirituales, quiere decir que lo único que necesitáis son motivaciones fuertes para hacer lo mismo con la tarea menos espectacular, pero no menos urgente de reconstruir y hacer más próspera y más justa vuestra nación.

…Cada vez que os crucéis con un conciudadano vuestro, pobre o necesitado, si le miráis de verdad, con los ojos de la fe, veréis en él la imagen de Dios, veréis a Cristo, veréis un templo del Espíritu Santo y caeréis en la cuenta de que lo que habéis hecho con él lo habéis hecho con el mismo Cristo. El Evangelista San Mateo pone estas palabras en boca del Señor: “En verdad os digo que cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mi hermanos menores, a mí me lo hicisteis” (Mt 25,40)[4].

En La historia universal de la infamia (como titula una obra de Borges) continuará, qué duda cabe, la injusticia, tanto la siniestra como la diestra u oficial estará al orden del día; pero la Iglesia enhiesta seguirá empeñada a fondo por la unidad tan lejana y tan soñada, que nos ha sido esquiva; disgregados  y divididos nos hemos enfrentado en las variadas luchas civiles, las cuales han concluido con tratados de “por lo pronto”, amainando la racha, más no concitando la voluntad de cambio o de restauración nacional.

Que lo sepamos los de dentro que somos duros críticos, que lo sepan los de fuera,  que  la lealtad de la Iglesia es a Jesucristo que vino por todos nosotros en el esplendor de su verdad y su misericordia, que defendió al humilde pero visitó también a los solventes, y a todos honró con su presencia.

No identifique nadie la posición del Evangelio con los aires de una ideología. La Iglesia de la unidad es profética simultáneamente, y en ese encuadre, la justicia, la paz y la misericordia de Dios, prudentemente entreveradas, representan los ingredientes teológicos principales en sus oráculos.

Nos ayude simplemente evocar la memoria de las palabras de San Juan Pablo II en la ya citada visita a Colombia, cuando nos trazó un camino que, lamentablemente no hemos podido recorrer:

“La Iglesia, que tiene confianza en vosotros y que os pide seáis los artífices de la construcción de una sociedad más justa, os invita a reflexionar conmigo sobre estos temas de tanta trascendencia. Se trata de una sociedad en donde la laboriosidad, la honestidad, el espíritu de participación en todos los órdenes y niveles, la actuación de la justicia y la caridad, sean una realidad.

Una sociedad que lleve el sello de los valores cristianos como el más fuerte factor de cohesión social y la mejor garantía de su futuro. Una convivencia armoniosa que elimine las barreras opuestas a la integración nacional y constituya el marco del desarrollo del país y del progreso del hombre.

Una sociedad donde sean tutelados y preservados los derechos fundamentales de la persona, las libertades civiles y los derechos sociales, con plena libertad y responsabilidad, y en la que todos se emulen en el noble servicio del país, realizando así su vocación humana y cristiana… Una sociedad que camine en un ambiente de paz, de concordia en la que la violencia y el terrorismo no extiendan su trágico y macabro imperio y las injusticias y desigualdades no lleven a la desesperación a importantes sectores de la población y les induzcan a comportamientos que desgarren el tejido social.

Un país, donde la juventud y la niñez puedan formarse en una atmósfera limpia, en la que el alma noble de Colombia, iluminada por el Evangelio, pueda brillar en todo su esplendor. Hacia todo esto, que podemos llamar civilización del amor (cf. Puebla, 8),  han de converger más y más vuestras miradas y propósitos”[5].

Quede, entonces, que esta Academia Colombiana de Historia Eclesiástica sólo quiere ofrecer una luz, pero también sépase que nuestra misión como testigos de la Historia, tiene que ser profética para que Colombia, con la luz de María, la Madre fiel del Príncipe de la Paz, con la fuerza de sus santos y sobre todo de sus mártires, alcance la paz que es unidad y justicia, reconciliación y esperanza cumplida en la fe y en la caridad.

 

Academia Colombiana de Historia Eclesiástica

Medellín, Junio 23 de 2016.

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NOTAS 

[1]Historia vero testis temporum, lux veritatis, vita memoriae, magistra vitae, nuntia vetustatis”, Marco Tulio Cicerón, De Oratore [55 a. C.], II, 36 .

[2] Bolivar citó en el Discurso del Congreso de Angostura (1919) este párrafo, al referirse a la Educación, inspirado en las enseñanzas de los tiempos de  Dionisio el Aeropagita.

[3] Calderón de la Barca: La vida es sueño: Jornada tercera. Parte IV

[4] San Juan Pablo II. Viaje Apostólico a Colombia. Discurso en la Casa de Nariño. Julio 1 de 1986.

[5] San Juan Pablo II. Viaje Apostólico a Colombia. Discurso en la Casa de Nariño. Julio 1 de 1986

Los pilares para la paz

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Hoy se inauguró en Bogotá la CI Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal de Colombia, con la asistencia de los 83 prelados que, unidos al Sumo Pontífice y en su nombre,  gobiernan la Iglesia colombiana.
Escuché atentamente el discurso inaugural, pronunciado por el Presidente de la Conferencia Episcopal, Monseñor Luis Augusto Castro Quiroga, en el cual presentó como los pilares para la paz en Colombia la compasión, la inclusión y el perdón. Resulta absolutamente preocupante y triste que un obispo de la Iglesia Católica, a la que tanto amo y a la que con tanto orgullo pertenezco desde mi bautismo, sostenga afirmaciones que contrastan o difieren de la doctrina cristiana y de las enseñanzas milenarias de la Iglesia. Parece mentira, pero en su ponencia sobre estos tres pilares afirmó tres cosas -entre otras- que como católico me sorprenden sobremanera, y a las que respondo como hijo de la Iglesia.
 
1) Hablando del perdón, afirma que no es necesario el arrepentimiento para ello, citando incluso erróneamente el pasaje evangélico donde el Señor «perdona a Zaqueo sin que se haya arrepentido»… ¿Sin que Zaqueo se haya arrepentido, realmente?
 
Lo que dice el texto evangélico es que Jesús le vio y le dijo que bajara para quedarse en su casa. Hasta allí no hay ninguna sentencia de absolución de Jesús. Ya en su casa, y frente a las críticas de la gente por la presencia de Jesús en casa de Zaqueo, éste muestra su arrepentimiento con un propósito concreto: «Mira, Señor, voy a dar a los pobres la mitad de mis bienes; y si he robado algo a alguien, le devolveré cuatro veces más». Allí si viene entonces la sentencia de Jesús: «hoy ha llegado la salvación a esta casa». (Cfr. Lc 9, 1 -10) lo que evidencia que primero Zaqueo se arrepintió, formuló un propósito de cambio, y entonces recibió el perdón de Jesús.
 
Olvidó aquí el sucesor de los Apóstoles que luego de que Jesús completó su experiencia de los cuarenta días en el desierto, comenzó a predicar y a decir: «¡Arrepiéntanse, porque el Reino de los Cielos ha llegado!». (Mt 4,17).
Olvida aquí el prelado que Jesús también perdonó a la prostituta, pero ella se arrepintió primero, y le pidió no volver a pecar (Cfr. Jn 8, 11). Y en la cruz, al ladrón le aseguró el paraíso, pero luego de su actitud de arrepentimiento (Cfr. Lc 23, 43).
En la parábola del hijo pródigo (o del padre misericordioso) el hijo que regresa arrepentido: “Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y ante ti”, y por ello recibe el perdón de su padre (Lc 15,18). 
Se concluye que la inclusión de la que habla el Señor se refiere a una persona nueva, que haya  dejado atrás su pasado y entonces tenga acogida como una creatura renovada, no al revés: Jesús no incluye las malas acciones; primero se asegura que sean corregidas, y resarcidas, para luego entonces acoger, sí, a la persona. La compasión para con los subversivos no puede ser una actitud de alcahuetería, porque ello hiere la dignidad de las víctimas.  Y menos de parte de la Iglesia, de quienes todos esperamos siempre la sujeción a la verdad y a la auténtica misericordia, que está lejos de ser el concubinato con el mal, so pretexto de una paz interior y exterior que no es real. 
Parece el olvidar el señor Arzobispo que la Sagrada Escritura afirma que «el fruto de la justicia es la paz» (Is 32, 17).   
 
2) Hablando de la compasión de Jesús, afirmó que en él  todo fueron siempre actitudes de dulzura y bondad y que se opuso vehementemente a la violencia. Eso es cierto parcialmente, porque el evangelio atestigua la ira, la tristeza y el desconcierto que también sintió y mostró Jesús. La compasión de Jesús nada tuvo que ver nunca con llegar a transigir con las acciones o los pecados de la persona que fuera objeto de ella.  Que “Jesús restablece a los excluidos y se asocia con los impuros», como afirmó el prelado, es verdad.  Pero no se asoció con las impurezas de esos impuros; más bien se asoció con ellos para que salieran de su error. Nunca congració con el mal.
Ciertamente se opuso a la violencia como contraria a la paz, pero no se puede presentar un Jesús despersonalizado,  complaciente o tolerante con el mal: 
Cuando Jesús vació el templo de cambistas y vendedores de animales, Él mostró una gran emoción e ira (Mateo 21, 12-13; Marcos 11, 15-18; Juan 2,13-22). La emoción de Jesús fue descrita como “celo” por la casa de Dios (Juan 2,17) en este caso. Su ira era pura y totalmente justificada, porque su raíz estaba en Su preocupación por la adoración y la santidad de Dios. Debido a que éstas estaban en juego, Jesús tomó una acción rápida y decisiva. Jesús también mostró enojo en otra ocasión estando en la sinagoga de Cafarnaún, cuando los fariseos se rehusaron a responder las preguntas de Jesús, “Y mirándolos en torno con enojo, entristecido por la dureza de sus corazones..” (Marcos 3,5).
 
Muchas veces, pensamos que la ira es una emoción egoísta y destructiva que debemos erradicar de nuestras vidas por completo. Sin embargo, el hecho de que Jesús algunas veces se enojara, indica que la ira por sí misma, como una emoción es amoral, y por ende, no reprobable o mala objetivamente. Esto se confirma en otras partes del Nuevo Testamento. Efesios 4,26 nos instruye: “Airaos, pero no pequéis. No se ponga el sol sobre vuestro enojo.” El mandato no es “evitar la ira” (o suprimirla o ignorarla), sino manejarla apropiadamente, en el momento apropiado. Por eso, no debe confundirse la ira con la indignación. Para un colombiano que se duela de la realidad de su país con autenticidad, es a penas natural indignarse por el descabellado trato que se le pretende dar a los terroristas concediéndoles estatus políticos, y pasando por encima de la natural necesidad de reclamar justicia. 
 Cuando nos enojamos, a menudo tenemos un control o enfoque inapropiado. Fallamos en uno o más de los puntos anteriormente mencionados. Esta es la ira del hombre, de la cual se nos dice, “Pero que cada uno sea pronto para oír, tardo para hablar, tardo para la ira; pues la ira del hombre no obra la justicia de Dios.” (Santiago 1,19-20). Jesús no mostró la ira del hombre, sino la perfecta y justa indignación de Dios, que ciertamente podemos afirmar hablando de los gravísimos crímenes perpetrados por grupos armados como las FARC. ¿No indignará ello a Dios?
 
Todo esto, de cara al tema que ocupó el discurso de Monseñor Castro para indicar que en materia de diálogos de paz, y teniendo en el medio los miles de hechos atroces de los grupos al margen de la Ley, como las FARC, no puede ningún cristiano hacerse el sordo o el tonto y tener una actitud transigente o pusilánime; no fue ese el ejemplo que el Señor nos dio. Los cristianos, por ser la conciencia del mundo, debemos a veces incomodarlo y plantarnos en el carácter para exigir justicia, reparación, resarcimiento de crímenes. En el discurso, el alto prelado presentó al cristianismo como una religión irenista, pacifista y dulzona, que logró subsistir a la opresión del Imperio Romano gracias a que se aguantaron todo y «lucharon con la fuerza del amor», y no es así. Tan no es así, que si no fuera por las conquistas militares en su momento, campañas militares de defensa de la fe, la Iglesia no habría subsistido.
 
3) Que la doctrina de la Iglesia sobre la guerra está basada enteramente en una concepción muy particular y de una época determinada de la ley natural, y no en el evangelio. Que de hecho, en otro tiempo, cuando se debía hablar de esos temas, se relegaban las palabras y las actitudes de Jesús y se tenía en cuenta solo lo elaborado por los teólogos de otros tiempos. Desconoce así que toda la enseñanza, el magisterio, la doctrina que la Iglesia predica se basa enteramente en el Evangelio y en la Sagrada Escritura en general, pues los teólogos y autores de todos los tiempos han tenido como referente la Escritura para elaborar sus propias posturas y exponer sus comentarios. Parece que Monseñor Castro limita el asunto a la guerra concebida como la confrontación bélica entre dos partes, pero es más amplio. No puede llamarse violencia a cualquier uso de la fuerza. Violencia es el uso injusto de la fuerza -física, psicológica y moral- con miras a privar a una persona de un bien al que tiene derecho, u obligarle a hacer lo que es contrario a su libre voluntad, a sus ideales, a sus intereses. La violencia impide la paz, que es la “tranquilidad del orden”, según San Agustín. Por eso, todo lo que se haga para evitar el desorden contribuye a mantener o restaurar la paz y evitar hechos de violencia, incluso si ello deriva en una guerra, que debe ser el último recurso.
 
Para que haya paz es necesario: la salvaguarda de los bienes de las personas, la libre comunicación entre los seres humanos, el respeto de la dignidad de las personas y de los pueblos, y la práctica asidua de la fraternidad. Es obra de la justicia y efecto de la caridad. Pero en Colombia no ha sido así, los crímenes de lesa humanidad y de todo tipo que han perpetrado los terroristas de las Farc, han tocado fondo contraviniendo absolutamente el principio inalienable del valor supremo de la vida, y eso debe tenerlo presente la Iglesia colombiana. No estamos en Suiza, o en alguna nación donde la paz es una realidad ya palpable y natural. En honor a la verdad, a la dignidad y al bien, no se puede entonces simplemente «perdonar, y que el arrepentimiento venga después».  Esa no es la lógica cristiana del perdón, sino de la socarrona complacencia. 
 
El Catecismo señala las condiciones rigurosas que se exigen para que una guerra sea justa:
 
– Que el daño causado por el agresor a la nación o a la comunidad de las naciones sea duradero, grave y cierto.
– Que todos los demás medios para poner fin a la agresión hayan resultado impracticables o ineficaces.
– Que se reúnan las condiciones serias de éxito.
– Que el empleo de las armas no entrañe males y desórdenes más graves que el mal que se pretende eliminar. El poder de los medios modernos destrucción obliga a una prudencia extrema en la apreciación de esta condición (CIC, Nº 2309).
 
Si vemos a la luz de estos planteamientos del Catecismo la situación en Colombia, ¿qué concluiríamos? Bien, aún así, no es la guerra la solución visible ahora para la situación del país; pero sí lo es un acuerdo de paz que no deje de lado la justa reparación de las víctimas y el pago de los crímenes por parte de los perpetradores. No es solo «perdonar y luego vendrá el arrepentimiento», porque las personas, las comunidades, las familias afectadas, merecen una justa reparación. 
 
La doctrina cristiana promueve la paz, pero no puede llamarse pacifista, porque admite la licitud de la profesión militar, la contribución ciudadana a las fuerzas armadas y la legitimidad de la defensa contra un injusto agresor. Mientras el belicismo es la negación de todo cristianismo, al pacifismo hay que considerarlo como una acentuación extrema, generalmente mística, de los principios cristianos. 
 
Por ello, el mismo Catecismo aclara:
“Sin embargo, mientras exista el riesgo de guerra y falte una autoridad internacional competente y provista de la fuerza correspondiente, una vez agotados todos los medios de acuerdo pacífico, no se podrá negar a los gobiernos el derecho a la legítima defensa” (CIC, Nº 2308).
 
Todo esto lo comprende la enseñanza de la Iglesia, pero Monseñor Castro parece desconocerlo, o no resultarle válido.
 
Verdad es que los cristianos tenemos que ser fermento y semilla de paz en el mundo, y ser signos de reconciliación, y por eso incluso ser contradictorios, como Jesús lo fue; pero también es cierto que la justicia es una de las principales virtudes de las que el mismo Señor nos dio claro y alto ejemplo, y que en pro de la firma de un pacto entre dos estructuras, los cristianos no podemos vender nuestra fe ni nuestras convicciones, solo por agradar o quedar bien con el mundo.  Querer que se haga justicia no hace a los cristianos sedientos de venganza. Si esto fuera así, el mismo Jesús entonces habría sido un vengativo, cuando afirmó que cada quien obtendrá el premio o el castigo según sus actos, en la parábola del juicio final (Cfr. Mt 25, 31 – 45). 
A mí hasta me avergüenza contradecir a un arzobispo, pero en mi concepto los pilares para la paz en Colombia tienen que ser otros: 
– Arrepentimiento y cumplimiento de las justas condenas según lo estipule el sistema judicial 
– Reparación a las víctimas y restitución de tierras
– Dejación y entrega de armamento 
– Desmonte de estructura de narcotráfico 
Entonces sí, vendrán la compasión, la inclusión, y el perdón. 

‘Fiestas silenciosas’ de lectura para desconectarse del celular

lectoresEn la planta baja del Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (Malba), una multitud está sentada en el piso, leyendo en silencio, cada uno con su propio libro en mano y sin celulares a la vista. También ocupan las sillas y sillones colocados a lo largo del hall. Cada tanto, alguien se levanta a servirse una copa de vino o una taza de café que se ofrecen en forma gratuita y continúa la lectura silenciosa.

Se trata de la primera Winter Reading Party que se realizó el martes en el museo y que atrajo más de 250 personas en plena noche de invierno para hacer simplemente eso: juntarse a leer y despojarse de la tecnología por un rato. Detrás, un DJ coloca música funcional. Y quienes no llevaron su libro pueden pedirlo prestado en el puesto de la librería del centro cultural La Casa del Árbol, donde se hicieron las dos primeras ediciones del evento y en el que proyectan más fechas.

La iniciativa comenzó a implementarse en Seattle, en espacios tranquilos, y pronto se extendió por el mundillo cultural y under de las ciudades de Estados Unidos y Europa. A Buenos Aires llegó de la mano de Jeb Koogler y Andrés Wind, un estadounidense y un argentino que hace dos meses fundaron Disconnect, una iniciativa con la idea de promover espacios y eventos libres de tecnología, para hacer un “balance más sano entre la vida tecnológica y el mundo real”.

Ambos consideran a ésta como la ciudad perfecta para traer el evento: “Hay una tensión entre que acá se lee mucho, y a la vez se usa muchísimo el celular. La gente viene a estos lugares para pasar un rato desconectado, enfocarse en algo y despejarse de la vida diaria”, explica Koogler.

Entre los próximos proyectos, planean coordinar encuentros de escritura también offline para sentarse a escribir, a mano, sin notebooks.

Sin ruidos

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La adicción al celular y a la tecnología en la vida diaria generó varios tipos de movidas y espectáculos inspirados en el unplugged. Así es como algunos bares de la Ciudad, Córdoba y Salta proponen dejar el teléfono a un lado, haciendo descuentos especiales a quienes sigan la consigna. El artista y músico Shoni Shed armó el espectáculo Club silencio, un “recital a ojos cubiertos” que, tomando el nombre de las películas de David Lynch, propone relax, taparse los ojos, desconectarse y entregarse a los sentidos. Y para ir a bailar, las discos “silenciosas”, inspiradas en las quiet parties estadounidenses, también llegaron hace unos años al país: allí, en vez de llevar un libro propio, los asistentes eligen qué música escuchar en los auriculares inalámbricos. “Puede ser en un boliche o en una fiesta particular: la gracia es que no se escucha ese ruido que detona la cabeza, elegís a qué DJ escuchar y qué volumen le querés dar”, explica Andrés Schnayman, de la productora Pez Líquido y la marca Silent Sounds.

Una tendencia mundial

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Cómodas, silenciosas y privadas: así eran las primeras Silent Reading Parties, organizadas por el editor periodístico Christopher Frizzelle en Seattle como “club de lecturas en vivo” donde cada uno llevaba su libro y leía por su cuenta. La iniciativa, nacida en 2010, se propagó rápidamente por los Estados Unidos. En Nueva York, estas fiestas se organizan desde 2014 en bares y lograron conquistar el under intelectual europeo, manteniendo siempre la consigna de apagar los celulares.

En Londres, desde el año pasado, se organizan en The Ivy House, el primer bar comunitario de la ciudad construido en 1930, y ofrecen sidra casera gratis en las lecturas. En París, es una de las nuevas ofertas de la popular Nuit Blanche, un tradicional festival en el que doce DJ pasan música por auriculares. El año pasado reunió a más de mil personas en su stand de la Gare de Nord.

Fuente: rouge.perfil.com