Ce grand malheur de ne pouvoir être seul.
—La Bruyère
Verdad es que los hombres somos seres misteriosos. Y cambiantes. Nuestras necesidades van y vienen dependiendo de muchas circunstancias: estado de ánimo, relaciones laborales, o personales; cantidad de ocupaciones, nivel de preocupaciones, realidades familiares… hasta el clima, la comida, la moda, la ideología política y el credo religioso influyen en el matiz con el que vemos la realidad, a la hora de consolidar ese lazo que llamamos amistad.
Algunos amigos me han hecho una especie de justos reclamos: No volví a escribir. Y las últimas veces, me he limitado a transcribir pensamientos apologistas de la tauromaquia ya producidos por otros, o a reproducir seudoreflexiones que otros han vaciado sobre tópicos como el amado Principito… Así que lo he pensado. Y sus reclamos son justos. No porque yo escriba bien, o porque mis paupérrimos apuntes tengan algún valor literario, existencial o formativo, no. Pienso que son justos sus reclamos porque son mis amigos, y si mis cosas los entretienen, entonces tengo con ellos esa deuda. Ellos me ofrecen su amistad, con algo se las tengo que pagar, y creo que ofrecerles mi amistad a cambio de la suya es poca cosa, dado el escandaloso nivel de mi poquedad.
Los amigos son una cosa misteriosa, más que el hombre mismo. Los parámetros para que una relación alcance el honroso nivel de ‘amistad’ son muy relativos, como la vida misma, y los intereses, y las necesidades. Depende de muchas cosas que nosotros pongamos el ojo en este o aquel para que se haga digno de ser llamado amigo. En cualquier caso, no sé quien haya dicho que la amistad es más difícil que el amor, por lo cual es necesario trabajar más duro por mantenerla… y pienso que es verdad.
Esos que llamamos amigos van y vienen. Si miramos objetivamente, tenga cada uno la edad que tenga, hoy no tiene los mismos amigos que tuvo hace tres, cinco u ocho años. Tal vez alguno haya permanecido, pero si buscamos fotos viejas, veremos que estábamos en un grupo mayoritariamente hoy menguado. Contemplando ese ‘misterio’ de la vida humana, me he preguntado qué hace que uno no conserve los mismos amigos, o que ellos no lo conserven a uno como amigo. Y otra vez aparecen las benditas circunstancias: viajes, trabajo, peleas, desencuentros, cambio de intereses. Para llegar a concluir que no podemos tener siempre los mismos amigos, porque sería de algún modo estancarse en la vida: como tener el mismo trabajo, o vivir de nacimiento a muerte en la misma casa, o mantener la misma imagen y apariencia, o el mismo color de la ropa.
Las personas nos enriquecemos mutuamente incluso con nuestras oscuridades. Yo creo, y tal vez sea feo decirlo, que mis defectos para algo le habrán servido a otros: bien sea para no caer en ellos, para trasladarlos al campo de las virtudes, o para tener motivos suficientes que en su conciencia sean válidos para detestarme a mí.
Muchos filósofos, antropólogos, psicólogos, sociólogos, profesores, y mil más se habrán tomado ya el noble trabajo de definir conceptualmente qué es la amistad. Aristóteles, muy meloso, dijo que era un alma que habitaba en dos cuerpos, un corazón que latía en dos almas. Yo no sabría encasillar en palabras la amistad, o más bien le haría guiños a Montesquieu que la define como un contrato por el cual nos obligamos a hacer pequeños favores a los demás para que los demás nos los hagan grandes a nosotros.
Es mejor no definirla. Es mejor relacionarse con los demás. Para bien o para mal somos seres indiscutiblemente sociales, y siempre necesitaremos de la ayuda o de la dificultad de otros, más allá de las fronteras naturales de sangre y apellido.
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Colofón: Yo no sé francés, pero admiro a Jean de La Bruyère. Nos ayudó abriendo un estilo de escritura al que luego mirarían otros genios de la pluma. Mi traducción libre del primer renglón de este escritucho es: ¡Qué gran mal es no poder estar solos!